Vida Sacerdotal - Formación permanente

El modo de hablar de la Iglesia

el . Publicado en Formación permanente del sacerdote

Cuando San Agustín abandonó la enseñanza de la retórica en Milán para recibir el bautismo, preguntó a San Ambrosio, obispo de Milán, qué leer en las Escrituras “para prepararme mejor y estar mejor dispuesto para recibir una gracia tan grande”. San Ambrosio le dijo que leyera al profeta Isaías. San Agustín siguió su consejo, pero en cuanto tomó el libro en sus manos quedó perplejo por lo que leyó. “No entendí el primer pasaje del libro”, escribe, y pensó “todo será igualmente oscuro”. San Agustín entonces lo dejó a un lado, como explica, “para retomarlo cuando tenga más práctica en el estilo de lenguaje del Señor”.

In Dominico eloquio es una frase de atención. Para el lector cristiano Isaías es un libro difícil y complicado si uno va más allá de los pasajes familiares citados en el Nuevo Testamento o comúnmente leídos en la adoración cristiana (Isaías 9 en Navidad, Isaías 53 durante la Semana Santa). Para el no iniciado, el primer capítulo en particular desalienta con sus oráculos misteriosos contra Judá y Jerusalén: “oh nación pecaminosa, pueblo lleno de iniquidad, descendiente de personas malvadas, hijos que dan corruptamente. Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel”.

Para alguien como San Agustín, formado en la poesía de Virgilio y la filosofía de Plotino, los versículos con que comienza deben haber parecido vergonzosamente parroquiales, escritos como son para los avatares de siglos antes de los antiguos israelitas. Palabras como “nación pecaminosa”, “el santo de Israel”, “hija de Sión”, “la luna nueva y el sábado” deben haber parecido ajenos, y antropomorfismos como “yo expresaré mi ira sobre mis enemigos” o “volveré mi mano contra ti” habrían ofendido su cultivada sensibilidad espiritual.

Sin embargo San Agustín llamó al lenguaje de Isaías “el estilo de lenguaje del Señor”, y reconoció que si debía entrar en la Iglesia tendría que aprender esta lengua nueva, oír cómo se habla, acostumbrarse a sus sonidos, leer los libros que la usan, aprender sus frases hechas, y finalmente hablarla él mismo. Tuvo que emprender un viaje para hacerse con las costumbres de un país nuevo. Hacerse cristiano significaba entrar en un mundo extraño y a menudo ajeno.

En la primitiva Iglesia, los catecúmenos eran recibidos en la gran vigilia de Pascua que comenzaba el sábado por la tarde cuando el credo era “entregado”. Como el obispo Ambrosio comprendió, para convertirse en cristiano había más cosas que aprenderse el credo de memoria y ser instruido en "los misterios". La catequesis cristiana significaba el estudio del lenguaje particular cristiano formado por las Escrituras. Y entre los libros de la Biblia, Isaías era preeminente: un evangelista a la vez que un profeta, según San Jerónimo.

La "fe" no es simplemente un conjunto de proposiciones doctrinales, afirmaciones del credo y códigos morales. Es un mundo de discursos que nos viene en un lenguaje de un tipo particular. Y el lenguaje, como descubrimos cuando estudiamos una lengua extranjera, no es simplemente un instrumento de ideas, creencias y sentimientos. El lenguaje define lo que somos; moldea cómo piensa un pueblo, cómo ven el mundo, cómo responden a personas y acontecimientos, incluso cómo sienten. El pensamiento y el entendimiento, como la memoria, no son actos solitarios; son sociales, ligados a la lengua que compartimos con otros. Si olvidamos cómo hablar nuestra lengua, perdemos algo de nosotros. “Lo que es pronunciado se refuerza”, escribió una vez el poeta polaco Czeslaw Milosz. “Lo que no es pronunciado tiende a no existir”

Pero el lenguaje de un pueblo o un país no es la única clase de lenguaje. Existen también los lenguajes dentro de lenguajes. Igual que hay un lenguaje apropiado a la biología o a la medicina, así hay un lenguaje apropiado al cristianismo. Nuestras creencias, nuestras convicciones morales y nuestras actitudes son trasportadas por palabras e imágenes muy específicas. Las palabras, no las ideas, señalan de manera compacta e intensa lo que es honorado y querido. Ellas son las portadoras indispensables de la fe de la Iglesia como es transmitida de generación en generación.

Piénsese, por ejemplo, cuantos términos cristianos se usan de un modo distintivo: el Padre, el Hijo, el Espíritu, la fe, la esperanza, el amor, la gracia, el pecado, la piedad, el arrepentimiento, el perdón, la imagen de Dios, la carne, el reino, el cordero de Dios, el siervo sufriente, la honradez, la visión (como en “bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”), el conocimiento (como en “conocen la verdad ”), creer, la verdad (como en “yo soy la verdad ”), la creación, “varón y mujer los hizo”, la pasión (como en la Pasión de Cristo), el rostro de Dios, el kyrie eleison. Y esto sin mencionar muchos nombres de lugar con significado suplementario: Jerusalén, Monte Sión, Egipto, Galilea, Sinaí, Carmelo, Damasco, el Monte de los Olivos, Belén, Nazareth, Gólgota. O los nombres de personas: Abraham, Isaac, Jacob, Sara, Rebeca, Moisés, Samuel, David, Salomón, Isaías, Pablo, Santiago, María, María Magdalena, Pedro.

Todas estas palabras vienen de las Escrituras, puesto que el léxico básico del discurso cristiano es la Biblia. Verdaderamente, con algún pocas excepciones -el término griego homoousios (la unidad en el ser con el Padre) en el Credo Niceno es un ejemplo- el vocabulario distintivamente cristiano casi en su totalidad está tomado de la Biblia. Aunque el cristiano pueda hablar el inglés o el español o el árabe o el ruso, usa sin embargo otra lengua, una lengua dentro de su lengua materna, que es única y reconociblemente cristiana.

Considérese la diferencia entre la frase “Feliz Pascua” y “Cristo ha resucitado. Ha resucitado en verdad. Aleluya”. Una pertenece al lenguaje de nuestra sociedad, la otra al discurso de la Iglesia. O tómense las palabras "naturaleza" y "creación". La primera es el término convencional en nuestra sociedad para referirse al mundo de plantas y animales y montañas y océanos que llamamos “el mundo natural”. "La Creación" es el término usado por la Biblia y los cristianos para indicar que hay un Creador y que el mundo está ordenado y tiene una finalidad. En vez de antepasados reverenciados, el cristiano habla de santos. Cuando hablamos del nacimiento de Cristo, hablamos de la Encarnación.

Incluso algunos de nuestros términos prosaicos son únicos: tenemos un "papa" mejor que un "presidente"; decimos "obispo" en vez de "gobernador"; y decimos "concilio" o "sínodo" en vez de "congreso". El cristiano incluso tiene un término único para referirse a la comunidad a la que pertenece: "Iglesia".

Hay una consuetudo loquendi ecclesiastica, como dijo San Agustín: el modo habitual de hablar de la Iglesia. Él puso el ejemplo de la palabra "mártir", el término usado por los cristianos para lo que los Romanos llaman vir, o el "héroe". Recuérdense las palabras de apertura de la Eneida, la gran epopeya romana, Arma virumque cano: “canto a las armas y al hombre”: el modo de hacer la guerra y un héroe. El término vir tenía una historia venerable en latín, y desde un punto de vista parecía adecuado para los mártires. Pero San Agustín pensó que los cristianos deberían evitarlo y usar una palabra distintivamente cristiana por su valor. La palabra "mártir" llevaba las alusiones que estaban ausentes del "héroe", y el "héroe" traía connotaciones que serían ofensivas para un mártir cristiano.

El "mártir" es, desde luego, un término bíblico que significa el "testigo", y se usa con un sentido específico en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Una y otra vez llaman a los discípulos que conocieron a Cristo durante su estancia terrenal y a quien Cristo elevado se les apareció, “testigos de la Resurrección”. En consecuencia un mártir es aquel que conoce a Cristo y atestigua con su muerte al Señor vivo Por comparación el término vir parecía descolorido y anímico si se aplicaba a tales testigos de la fe fieles y valerosos. En un sermón para la celebración del martirio de San Cipriano, San Agustín destacó otro término usado por los cristianos para los mártires, Natales, fechas del nacimiento, que designaba los días del martirio:

Hoy celebramos el cumpleaños del mártir más glorioso, Cipriano. Esta expresión, natales, se emplea con regularidad por la Iglesia de este modo, porque llama a las muertes preciosas de los mártires sus "cumpleaños". Esta expresión, repito, se emplea con regularidad por la Iglesia, hasta el grado de que hasta los que no pertenecen a ella se unen a ella al usarla. ¿Se puede encontrar a alguien, os pregunto, y no pienso solo en esta nuestra ciudad, sino en todas partes en África y las regiones de ultramar, y no sólo a cristianos, sino también a algún pagano o judío, o incluso hereje, que no llame al día de hoy el cumpleaños del mártir Cipriano?

¿Por qué es esto, hermanos y hermanas? En qué fecha nació, no lo sabemos; y porque él sufrió hoy, es hoy que celebramos su cumpleaños. Nosotros no celebraríamos ese otro día, incluso si supiéramos cuándo fue. Aquel día él contrajo el pecado original, mientras que este día venció todo el pecado. Aquel día él salió de los límites fatigosos del seno de su madre a la luz, que tanto atrae a nuestros ojos de carne; pero este día él salió de la oscuridad profunda del seno de la naturaleza a aquella luz que derrama tal bendición y buenos designios sobre la mente.

Otro ejemplo sugerente es la palabra latina passio, "pasión". Aparece en 1 Tesalonicenses, “que cada uno de vosotros sabe cómo tomar una esposa para él en santidad y honor, no en la pasión de lujuria como los paganos que no conocen a Dios”. San Agustín juzgó esta traducción inaceptable porque "pasión" era la palabra usada para el sufrimiento y muerte de Cristo. “En el modo acostumbrado de hablar de la Iglesia", dijo, el término "pasión" no se usa en un sentido peyorativo (como en la frase de 1 Tesalonicenses «la pasión de lujuria»). Debería reservarse para el sufrimiento de Cristo y los mártires. Los cristianos que hablaban latín también usaron altare mejor que ara, el término convencional latino para “altar. ” Para “oración” ellos prefirieron orare a rogare, la palabra romana más común.

San Agustín incluso pensaba que los cristianos deberían evitar los nombres romanos de los días de la semana -lunes, dies Lunae, significa el día de la luna; miércoles, dies Mercurii, el día de Mercurio-. “No nos gusta esta práctica”, dice San Agustín, “y deseamos que los cristianos enmienden esta costumbre y no empleen el nombre pagano”. Y luego añade: “los cristianos tenemos un lenguaje propio que ellos pueden usar”. Agustín prefirió la numeración simple de los días -primero, segundo, tercero- práctica que se mantiene hoy día en el breviario latino (feria prima, feria secunda, etc.).

La fe, entonces, se inserta en el lenguaje. No es un conjunto de creencias abstractas o ideas, sino un mundo de asociaciones compartidas y alusiones con su propia belleza y sonoridad, cohesión interna y lógica, poder emocional y retórico. El modo de hablar de la Iglesia es un conjunto de palabras e imágenes que han formado el pensamiento y las acciones de los que conocían a Cristo. La fe que ellos confesaron no puede divorciase de las palabras que usaron, ni las palabras desarraigarse de las vidas de quienes las pronunciaron. El pensamiento cristiano es inevitablemente histórico.

El discurso cristiano no es principalmente el vocabulario técnico de la doctrina cristiana: "sustancia", "esencia", “una persona y dos naturalezas”, “gracia previniente”, "expiación", "transustanciación". Es el lenguaje de los Salmos, las historias de los patriarcas, las parábolas de los evangelios, el vocabulario moral de las epístolas de San Pablo. Aunque los cristianos se acomodaron al vocabulario filosófico de las virtudes cardinales (“prudencia, justicia, fortaleza y templanza”), su lengua materna para la vida de virtud procede de San Pablo que habló de los "frutos del Espíritu”: “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, suavidad, autocontrol." Usando el lenguaje de la Iglesia, aprendemos a vivir juntos como comunidad, a aspirar la armonía. Aprendemos a pensar con los pensamientos de la Iglesia, a compartir sus amores y a vivir según sus preceptos.

Una de las palabras más hermosas en el léxico cristiano es "hisopo", como se usa en el salmo cincuenta y uno “aspérgeme con el hisopo, y seré limpio”. Es un término que sólo oímos cuando recitamos los Salmos. En el discurso cristiano, el "hisopo" connota arrepentimiento y perdón, y trae a la memoria el hermoso versículo decimoséptimo del salmo: “Un corazón humilde y arrepentido Dios no lo despreciará”. Nada es más característico la de vida cristiana que el arrepentimiento.

Otro término es la "paciencia". Aproximadamente el año 200 de nuestra era, Tertuliano, el primer cristiano que escribe en latín, preparó un pequeño tratado llamado De patientia, “Sobre la paciencia”. San Cipriano y San Agustín también escribieron obras con el mismo título. Tertuliano observó que la paciencia era no sólo una virtud divina, sino también humana. El ejemplo supremo es la Pasión de Cristo, una observación anticipada por San Agustín: “la Pasión de nuestro Señor es una lección en la paciencia”. Para los cristianos, la paciencia no se refiere sólo a la resistencia, es también una esperanza fundada en la Resurrección. Para Tertuliano (él mismo un hombre impaciente) es la primera virtud cristiana porque significa una vida orientada hacia un futuro que es el actuar de Dios. Su rasgo distintivo es el anhelo, no tanto de ser liberado de los males del presente, sino del bien por venir. Incluso el amor, dijo Tertuliano, no puede ser practicado “sin el ejercicio de la paciencia”.

La "misericordia" es otra querida palabra cristiana tomada de la Biblia. San Cesáreo de Arles la llama Dulce nomen, “una palabra dulce”. Hace algunos años, sentado en la Christ Church de Oxford durante la plegaria de la mañana, observé unos medallones sobre el suelo de piedra con los términos justitia, prudentia, fortitudo y temperantia, representando las cuatro virtudes cardinales. Entonces noté que había un quinto. Cuando las oraciones terminaron y yo pude avanzar a la parte delantera, encontré que el quinto era misericordia. Claramente los diseñadores de la iglesia pensaron que las virtudes cardinales, heredadas de la tradición filosófica griega, no estaban completas sin la adición de un término tan particularmente cristiano. Ya en el tercer siglo, reconociendo que el término misericordia es indispensable para hablar de la vida cristiana, el escritor cristiano Lactancio reprendió a los filósofos estoicos porque ellos no tenían ningún lugar en su vocabulario moral para los afectos.

Sin el lenguaje cristiano particular no puede haber plena vida cristiana, ningún fiel transmitirá la fe a la siguiente generación. Por eso, las palabras que dan cuerpo a lo que creemos y practicamos -palabras que nos han dado aquellos entre los que Cristo estaba presente- no pueden ser frívolamente manipuladas, traducidas a otro idioma o desechadas. Como San Agustín nos enseñó hace siglos, la metáfora apropiada para la Iglesia es la ciudad. El lenguaje es una señal de definición de la polis cristiana. Y como la ciudad, la Iglesia hace entrar a sus ciudadanos a una vida pública común, marcada por su actividad central de culto, la Eucaristía, y por otros rituales, como el miércoles de Ceniza, el domingo de Ramos y el Corpus Christi. La sociedad cristiana tiene su propio calendario que conjuga los ritmos de la vida de la comunidad, los oficios, las instituciones, las leyes, la arquitectura, el arte y la música, sus propias costumbres y usos, la historia y la memoria.

Uno de los rasgos más significativos de la transformación del mundo romano en los siglos cuarto y quinto era que el cristianismo ocupó y luego reorientó el espacio público. La ciudad clásica con su agora y templos y teatros cedió el paso a un nuevo plano de ciudad con la iglesia localizada en el centro. Con esta cristianización de los espacios vino la sacralización del tiempo a medida que el calendario de la Iglesia marcaba los días de ayunar, descansar y hacer fiestas. En la alta edad media, cuando los reyes y sus pueblos abrazaron el cristianismo, la conversión era más que la adhesión a un conjunto nuevo de creencias. Esto causó un cambio en la práctica pública.

Y sin embargo, en los tiempos modernos -particularmente en los últimos cien años- la Iglesia gradualmente ha abandonado esta cara pública, entregando la plaza pública a otros rituales, otros calendarios, otra arquitectura y otros lenguajes. Ha habido una disminución alarmante en rituales y prácticas comunes . El modo de vida de la Iglesia está siendo triturado y escupido por la sociedad omnívora secular que nos rodea.

Un ejemplo revelador es el ascenso del término "cultura". Tendemos a usar el término "cultura" no de la Iglesia, sino de la sociedad en la que vivimos. Pero la tarea de transmitir la fe no es principalmente una pregunta de cómo "Cristo" se relaciona con la "cultura", sino de cómo la cultura cristiana debe ser sostenida y profundizada ante otra cultura que es cada vez más ajena y hostil. El paradigma de Cristo-y-cultura asume implícitamente que la cultura secular es el árbitro del significado. Por consiguiente, una importante cuestión se sitúa en la traducción de un idioma a otro. La traducción, desde luego, es inevitable en cualquier transacción religiosa, tanto si se trata de contar una historia de la Biblia a un niño, como de explicar los sacramentos a un converso o de predicar el evangelio a un pueblo que no conoce nada del cristianismo. Sin embargo, si el cristianismo es una cultura por propio derecho, la Iglesia debe insistir en su propio modo de hablar. Debe haber traducción hacia el estilo de lenguaje del Señor, trayendo el lenguaje ajeno a la órbita de la creencia y la práctica cristiana y dándole un significado diferente. Más frecuentemente, sin embargo, la tarea de transmitir la fe se entiende que significa entregar el lenguaje cristiano al patois de la modernidad hasta en la liturgia, un área donde uno esperaría que la unicidad y la idiosincrasia del modo de hablar de la Iglesia sería conservada.

Así, por ejemplo, la oración para la semana XI de Pentecostés antes de las reformas del Vaticano II: “mira, Señor, con compasión nuestro servicio, te suplico, para que lo que ofrecemos pueda ser un don aceptable para ti y un apoyo a nuestra debilidad” (nostrae fragilitatis subsidium). En la versión nueva se lee: “mira, Señor, con compasión nuestro servicio, te suplicamos, para que lo que ofrecemos pueda ser un don aceptable para ti y un incremento de nuestra caridad” (nostrae caritatis augmentum).

La alteración parece inofensiva, y la razón dada por los compiladores razonable: desearon hacer la petición positiva en vez de negativa, haciendo así la oración latina más dinámica. Pero el resultado era la eliminación de "debilidad", una palabra viva encontrada en antiguos textos litúrgicos y usada durante siglos. En su lugar viene "amor", obviamente una buena palabra cristiana, pero que fija la oración en el objetivo ignorando lo que permanece en el camino, nuestra "debilidad". Un matiz teológico importante se pierde mientras una expresión común sustituye a la formulación más profunda.

Otro ejemplo es la colecta del primer domingo de Pascua: “Oh Dios, que has abierto para nosotros la puerta de la eternidad a través de tu único Hijo engendrado que ha conquistado la muerte, concédenos, te suplicamos, que quienes celebramos la solemnidad de su resurrección podamos, mediante la renovación del Espíritu Santo, resucitar de la muerte del alma” (a morte animae). La versión revisada dice: “mediante la renovación del Espíritu Santo, resucitar en la luz de vida” (a lumine vitae).

La versión nueva no es simplemente vacua, sino incoherente. ¿Qué significa “resucitar en la luz de vida ”? El fiel queda privado de dos preciosas palabras cristianas, "alma" y "muerte", bíblicas y centrales para la fe cristiana. Aún más, la nueva versión ignora una verdad fundamental sobre la Pascua, puesto que la Pascua no es sólo una celebración de la Resurrección de Cristo, sino un tiempo de renovación interior para el cristiano, una verdad que es expresada metafóricamente en la frase “resucitar de la muerte del alma”. La versión original hunde a los fieles en las cavernas más profundas de su vida espiritual, donde luchan contra las fuerzas que los mantienen en la esclavitud. La revisión inyecta el lenguaje fatuo de la religión del new age en la adoración de la Iglesia.

Tales cambios son deliberados, un intento de acomodar las palabras de la liturgia a la “mentalidad moderna”, en palabras de uno de los revisores. Los traductores muestran una vergonzante falta de confianza en lo que el cristiano cree y practica. Algunos textos se consideraron “extraños para el hombre de hoy” y “difíciles de entender ” y por eso fueron “abiertamente corregidos”. Lo que tenemos aquí es una especie de inculturación en la modernidad occidental. “La liturgia -insiste Anscar Chapungco, uno de los exponentes principales de la inculturación- no debe imponer en la cultura un significado o una forma intrínsecamente ajena a su naturaleza”. Lo que esto representa, tomando prestada una frase de John Milbank, es una especie de “vigilancia de lo sublime”.

El don único de la liturgia, como escribió Romano Guardini en su obra El Espíritu de la Liturgia, es “crear un universo que rebosa con una vida espiritual fructuosa.”. La liturgia “no existe en beneficio de la humanidad, sino de Dios”. Si la Biblia es el léxico del discurso cristiano, entonces la liturgia es su gramática, un lugar para venir a conocer la práctica del idioma cristiano y ser formado por él. Para San Agustín la recitación de los Salmos es un modo de hacer propias las palabras del salmista, y él habló de lo que las palabras de los Salmos “me han hecho”.

Paul Griffiths recientemente observó que uno no tiene que creer para aprovechar el lenguaje cristiano y sus ideas. En los pasados decenios cuatro filósofos europeos, todos ellos ateos, han escrito importantes trabajos que se refieren a pensadores cristianos: Terry Eagleton sobre Santo Tomás de Aquino, Jean-François Lyotard sobre las Confesiones de San Agustín, Alain Badiou sobre San Pablo, y Slavoj Zizek sobre la aceptación voluntaria de Cristo del sufrimiento y la muerte. Ninguno de estos escritores acepta las opiniones teológicas de la Iglesia, pero exponen un anhelo de algo más de lo que la modernidad puede ofrecer, y el único lugar para volver, finalmente, es el cristianismo, con su lengua, su modo de pensamiento, y sus textos. “Esto no debería sorprender a los cristianos", escribe Griffiths. “Nuestra tradición intelectual es duradera, rica y sutil, y cualquier intento de los pensadores europeos de hacer algo sin ella es poco probable que dure”.

La Biblia y los rituales cristianos siempre han atraído a forasteros. Piénsese por ejemplo en Nikolai Rimsky-Korsakov y su Gran Pascua rusa. Rimsky-Korsakov no era un creyente cristiano (él era probablemente un panteísta), pero la Gran Pascua rusa, uno de sus trabajos más populares y conmovedores, se adentra profundamente en la liturgia y las Escrituras. Subtitulada “Obertura sobre Temas Litúrgicos”, se basa en el Obikhod, una colección de cánticos, textos bíblicos e himnos rusos ortodoxos. La pieza refulge con colores y luces así como con la oscuridad meditabunda, verdaderamente imponente, majestuosa, austera y carnavalera, y ello no sería posible sin la liturgia ortodoxa.

Rimsky-Korsakov vivió en la Rusia del siglo XIX, pero incluso en nuestra sociedad secular y en la cultura musical presente, los compositores contemporáneos extraen su inspiración de la Biblia. Un ejemplo es la nueva obra de Jefferson Friedman, un joven compositor americano, que hizo su premier mundial con la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de Leonard Slatkin a finales de 2004. Con el título improbable “El trono del Tercer Cielo de la Asamblea General de las Naciones del Milenio”, la pieza orquestal se basa en una escultura insólita en Washington D.C. creada por James Hampton.

La escultura representa una silla de trono al lado de una mesa de altar, un púlpito, mesas de ofertorio, en otras palabras, elementos de iglesia. A la izquierda hay objetos que se refieren al Nuevo Testamento, a la derecha los objetos se refieren al Antiguo testamento. Unos tienen etiquetas con nombres de la Biblia y de la historia cristiana: Adán y Eva, la Virgen María, incluso el Papa Pío XII. Utilizando el Libro del Apocalipsis, Hampton deseó representar la segunda venida de Cristo. Con su breve obra Friedman intenta reflejar no sólo el poder estético de la escultura, sino también la visión religiosa de Hampton y un sentimiento de temor antes del trono.

El cristianismo ha abandonado por demasiado tiempo su papel de maestro de la sociedad. En vez de inspirar la cultura, capitula al ethos del mundo. La Iglesia debe redescubrirse a sí misma, aprender a saborear su propio discurso, encontrar el placer de contar sus historias y pasar con confianza lo que ella ha recibido. Sólo así podrá superar la cultura burda y superficial que nos rodea con la abundancia de vida en Cristo. “Pasea sobre Sión -canta el salmista-, rodéala, cuenta sus torres, considera bien sus terraplenes, examina sus ciudadelas, de manera que puedas decir a la siguiente generación que ha sido Dios, nuestro Dios por siempre y para siempre”.

Esta no es una estrategia nueva, sino la que que ha marcado el cristianismo desde el principio. Orígenes de Alejandría fue el más brillante apologista cristiano durante los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia. Su obra más conocida es un debate con Celso, un filósofo griego que había vivido setenta años antes. En su libro titulado La Verdadera Doctrina Celso había escrito: “los griegos pueden juzgar mejor el valor de lo que los bárbaros [significando los cristianos] han descubierto”. Celso creía que la verdad del cristianismo debería ser medida “según el criterio de la prueba griega”.

Orígenes también se había formado en la tradición intelectual griega. Pero rechazó la idea de Celso de que la fe de la Iglesia debería ser medida según un estándar ajeno. La verdad del evangelio, según Orígenes, debe juzgarse por una “prueba que es peculiar de sí misma, y esto es más divino que el argumento griego”. Eso es, dijo Orígenes, lo que San Pablo describía cuando hablaba de “una demostración del Espíritu y de poder”.

Esta es una estrategia que debe ser recomendada en nuestro propio tiempo. Dejemos que la Iglesia llame la atención de lo que es peculiar a ella, no de nociones supuestas de lo que es significativo o inteligible o relevante en la sociedad contemporánea.

Fuente: Revista First Things, agosto-septiembre de 2005.