Queridos hermanos en el sacerdocio:
«Consideremos, hermanos, nuestra vocación» (cf.1Co 1, 26). El sacerdocio es una vocación, una vocación particular: «Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios» (Hb 5, 4). La Carta a los Hebreos se refiere al sacerdocio del Antiguo Testamento, para llevar a la comprensión del misterio de Cristo sacerdote. «Tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: ...Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec» (5, 5-6).
La singular vocación de Cristo Sacerdote
1. Cristo, Hijo de la misma naturaleza del Padre, es constituido sacerdote de la Nueva Alianza según el orden de Melquisedec: él también es, pues, llamado al sacerdocio. Es el Padre quién «llama» a su Hijo, engendrado por El con un acto de amor eterno, para que «entre en el mundo» (cf. Hb 10, 5) y se haga hombre. El quiere que su Hijo unigénito, encarnándose, sea «sacerdote para siempre»: el único sacerdote de la Nueva y eterna Alianza. En la vocación del Hijo al sacerdocio se expresa la profundidad del misterio trinitario. En efecto, sólo el Hijo, el Verbo del Padre, en el cual y por medio del cual todo ha sido creado, puede ofrecer incesantemente la creación como sacrificio al Padre, confirmando que todo lo creado proviene del Padre y que debe hacerse una ofrenda de alabanza al Creador. Así pues, el misterio del sacerdocio encuentra su inicio en la Trinidad y es al mismo tiempo consecuencia de la Encarnación. Haciéndose hombre, el Hijo unigénito y eterno del Padre nace de una mujer, entra en el orden de la creación y se hace así sacerdote, único y eterno sacerdote.
El autor de la Carta a los Hebreos subraya que el sacerdocio de Cristo está vinculado al sacrificio de la Cruz: «Presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, ...con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 11-12). El sacerdocio de Cristo está fundamentado en la obra de la redención. Cristo es el sacerdote de su propio sacrificio: «Por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9, 14). El sacerdocio de la Nueva Alianza, al cual estamos llamados en la Iglesia, es, pues, la participación en este singular sacerdocio de Cristo.
Sacerdocio común y sacerdocio ministerial
2. El Concilio Vaticano II presenta el concepto de «vocación» en toda su amplitud. En efecto, habla de vocación del hombre, de vocación cristiana, de vocación a la vida conyugal y familiar. En este contexto el sacerdocio es una de estas vocaciones, una de las formas posibles de realizar el seguimiento de Cristo, el cual en el Evangelio dirige varias veces la invitación: «Sígueme».
En la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el Concilio enseña que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo; pero al mismo tiempo, distingue claramente entre el sacerdocio del Pueblo de Dios, común a todos los fieles, y el sacerdocio jerárquico, es decir, ministerial. A este respecto, merece ser citado enteramente un fragmento ilustrativo del citado documento conciliar: «Cristo el Señor, pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5, 1-5), ha hecho del nuevo pueblo ‘un reino de sacerdotes para Dios, su Padre’ (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 P 2, 4-10). Por tanto, todos los discípulos de Cristo, en oración continua y en alabanza a Dios (cf. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1 P 3, 15). El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras».
El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles. En efecto, el sacerdote, cuando celebra la Eucaristía y administra los sacramentos, hace conscientes a los fieles de su peculiar participación en el sacerdocio de Cristo.
La llamada personal al sacerdocio
3. Está claro, pues, que en el ámbito más amplio de la vocación cristiana, la sacerdotal es una llamada específica. Esto coincide generalmente con nuestra experiencia personal de sacerdotes: hemos recibido el bautismo y la confirmación; hemos participado en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas y, sobre todo, en la Eucaristía. Nuestra vocación al sacerdocio ha surgido en el contexto de la vida cristiana.
Toda vocación al sacerdocio tiene, sin embargo, una historia personal, relacionada con momentos muy concretos de la vida de cada uno. Al llamar a los Apóstoles, Cristo decía a cada uno. «Sígueme» (Mt 4, 19; 9, 9; Mc 1, 17; 2,14; Lc 5, 27; Jn 1, 43; 21, 19). Desde hace dos mil años El continúa dirigiendo la misma invitación a muchos hombres, particularmente a los jóvenes. A veces llama también de manera insólita, aunque nunca se trata de una llamada totalmente inesperada. La invitación de Cristo a seguirlo viene normalmente preparada a lo largo de años. Presente ya en la conciencia del chico, aunque ofuscada luego por la indecisión y el atractivo a seguir otros caminos, cuando la invitación vuelve a hacerse sentir no constituye una sorpresa. Entonces uno no se extraña que esta vocación haya prevalecido precisamente sobre las demás, y el joven puede emprender el camino indicado por Cristo: deja la familia e inicia la preparación específica al sacerdocio.
Existe una tipología de la llamada a la que quiero referirme ahora. Encontramos un esbozo en el Nuevo Testamento. Con su «Sígueme», Cristo se dirige a varias personas: hay pescadores como Pedro o los hijos del Zebedeo (cf. Mt 4, 19.22), pero también está Leví, un publicano, llamado después Mateo. La profesión de cobrador de impuestos era considerada en Israel como pecaminosa y despreciable. No obstante Cristo llama para formar parte del grupo de los Apóstoles precisamente a un publicano (cf. Mt 9, 9). Mucha sorpresa causa ciertamente la llamada de Saulo de Tarso (cf.Hch 9, 1-19), conocido y temido perseguidor de los cristianos, que odiaba el nombre de Jesús. Precisamente este fariseo es llamado en el camino de Damasco: el Señor quiere hacer de él «un instrumento de elección», destinado a sufrir mucho por su nombre (cf. Hch 9, 15-16).
Cada uno de nosotros, sacerdotes, se reconoce a sí mismo en la original tipología evangélica de la vocación; al mismo tiempo, cada uno sabe que la historia de su vocación, camino por el cual Cristo lo guía durante su vida, es en cierto modo irrepetible.
Queridos hermanos en el sacerdocio: debemos estar a menudo en oración, meditando el misterio de nuestra vocación, con el corazón lleno de admiración y gratitud hacia Dios por este don tan inefable.
La vocación sacerdotal de los Apóstoles
4. La imagen de la vocación transmitida por los Evangelios está vinculada particularmente a la figura del pescador. Jesús llamó consigo a algunos pescadores de Galilea, entre ellos Simón Pedro, e ilustró la misión apostólica haciendo referencia a su profesión. Después de la pesca milagrosa, cuando Pedro se echó a sus pies exclamando: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador», Cristo respondió: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5, 8.10).
Pedro y los demás Apóstoles vivían con Jesús y recorrían con él los caminos de su misión. Escuchaban las palabras que pronunciaba, admiraban sus obras, se asombraban de los milagros que hacía. Sabían que Jesús era el Mesías, enviado por Dios para indicar a Israel y a toda la humanidad el camino de la salvación. Pero su fe había de pasar a través del misterioso acontecimiento salvífico que El había anunciado varias veces: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará» (Mt17, 22-23). Todo esto sucedió con su muerte y su resurrección, en los días que la liturgia llama el Triduo sacro.
Precisamente durante este acontecimiento pascual Cristo mostró a los Apóstoles que su vocación era la de ser sacerdotes como El y en El. Esto sucedió cuando en el Cenáculo, la víspera de su muerte en cruz, El tomó el pan y luego el cáliz del vino, pronunciando sobre ellos las palabras de la consagración. El pan y el vino se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, ofrecidos en sacrifico para toda la humanidad. Jesús terminó este gesto ordenando a los Apóstoles: «Haced esto en conmemoración mía» (cf. 1 Co 11, 24). Con estas palabras les confió su propio sacrificio y lo transmitió, por medio de sus manos, a la Iglesia de todos los tiempos. Confiando a los Apóstoles el Memorial de su sacrificio, Cristo les hizo también partícipes de su sacerdocio. En efecto, hay un estrecho e indisoluble vínculo entre la ofrenda y el sacerdote: quien ofrece el sacrificio de Cristo debe tener parte en el sacerdocio de Cristo. La vocación al sacerdocio es, pues, vocación a ofrecer in persona Christi su sacrificio, gracias a la participación de su sacerdocio. Por esto, hemos heredado de los Apóstoles el ministerio sacerdotal.
El sacerdote se realiza a sí mismo mediante una respuesta siempre renovada y vigilante
5. «El Maestro está ahí y te llama» (Jn 11, 28). Estas palabras se pueden leer con referencia a la vocación sacerdotal. La llamada de Dios está en el origen del camino que el hombre debe recorrer en la vida: ésta es la dimensión primera y fundamental de la vocación, pero no la única. En efecto, con la ordenación sacerdotal inicia un camino que dura hasta la muerte y que es todo un itinerario «vocacional». El Señor llama a los presbíteros para varios cometidos y servicios derivados de esta vocación. Pero hay un nivel aún más profundo. Además de las tareas que son la expresión del ministerio sacerdotal, queda siempre, en el fondo de todo, la realidad misma del «ser sacerdote». Las situaciones y circunstancias de la vida invitan incesantemente al sacerdote a ratificar su opción originaria, a responder siempre y de nuevo a la llamada de Dios. Nuestra vida sacerdotal, como toda vida cristiana auténtica, es una sucesión de respuestas a Dios que nos llama.
A este respecto, es emblemática la parábola de los criados que esperan el regreso de su amo. Como éste tarda, ellos deben vigilar para que, cuando llegue, los encuentre despiertos (cf. Lc 12, 35-40). ¿No podría ser esta vigilancia evangélica otra definición de la respuesta a la vocación? En efecto, ésta se realiza gracias a un vigilante sentido de responsabilidad. Cristo subraya: «Dichosos los siervos que, el señor al venir, encuentre despiertos... Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así, ¡dichosos ellos!» (Lc 12, 37-38).
Los presbíteros de la Iglesia latina asumen el compromiso de vivir en el celibato. Si la vocación es vigilancia, un aspecto significativo de la misma es ciertamente la fidelidad a este compromiso durante toda la vida. Sin embargo, el celibato es sólo una de las dimensiones de la vocación, la cual se realiza a lo largo de vida en el contexto de un compromiso global ante los múltiples cometidos que derivan del sacerdocio.
La vocación no es una realidad estática: tiene su propia dinámica. Queridos hermanos en el sacerdocio: nosotros confirmamos y realizamos cada vez más nuestra vocación en la medida en que vivimos fielmente el «mysterium» de la alianza de Dios con el hombre y, particularmente, el «mysterium» de la Eucaristía; la realizamos en la medida en que con mayor intensidad amamos el sacerdocio y el ministerio sacerdotal, que estamos llamados a desempeñar. Entonces descubrimos que, en el ser sacerdotes, «nos realizamos» nosotros mismos, ratificando la autenticidad de nuestra vocación, según el singular y eterno designio de Dios sobre cada uno de nosotros. Este proyecto divino se realiza en la medida en que es descubierto y acogido por nosotros, como nuestro proyecto y programa de vida.
El sacerdocio como «officium laudis»
6. Gloria Dei vivens homo. Las palabras de san Ireneo relacionan profundamente la gloria de Dios con la autorrealización del hombre. «Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam» (Sal 113, B, 1): repitiendo a menudo estas palabras del salmista, nos damos cuenta de que el «realizarse a sí mismos» en la vida tiene una relación y un fin transcendentes, contenidos en el concepto de «gloria de Dios»: nuestra vida está llamada a ser officium laudis.
La vocación sacerdotal es una llamada especial al «officium laudis». Cuando el sacerdote celebra la Eucaristía, cuando en el sacramento de la Penitencia concede el perdón de Dios o cuando administra los otros sacramentos, siempre da gloria a Dios. Conviene, pues, que el sacerdote ame la gloria del Dios vivo y que, junto con la comunidad de los creyentes, proclame la gloria divina, que resplandece en la creación y en la redención. El sacerdote está llamado a unirse de manera particular a Cristo, Verbo eterno y verdadero Hombre, Redentor del mundo. En efecto, en la redención se manifiesta la plenitud de la gloria que la humanidad y la creación entera dan al Padre en Jesucristo.
Officium laudis no son solamente las palabras del salterio, los himnos litúrgicos y los cantos del Pueblo de Dios que resuenan en tantas lenguas diversas ante la mirada del Creador; officium laudis es sobre todo el incesante descubrimiento de la verdad, del bien y de la belleza, que el mundo recibe como don del Creador y, a la vez, es el descubrimiento del sentido de la vida humana. El misterio de la redención ha realizado y revelado plenamente este sentido, acercando la vida del hombre a la vida de Dios. La redención, llevada a cabo de modo definitivo en el misterio pascual mediante la pasión, muerte y resurrección de Cristo, no sólo pone en evidencia la santidad trascendente de Dios, sino que también, como enseña el Concilio Vaticano II, manifiesta «el hombre al propio hombre».3
La gloria de Dios está inscrita en el orden de la creación y de la redención; el sacerdote está llamado a vivir totalmente este misterio para participar en el gran officium laudis, que se lleva a cabo incesantemente en el universo. Sólo viviendo en profundidad la verdad de la redención del mundo y del hombre, éste puede acercarse a los sufrimientos y los problemas de las personas y de las familias, y afrontar sin temor la realidad, incluso del mal y del pecado, con las energías espirituales necesarias para superarla.
El sacerdote acompaña a los fieles hacia la plenitud de la vida en Dios
7. Gloria Dei vivens homo. El sacerdote, cuya vocación es dar gloria a Dios, está al mismo tiempo influenciado profundamente por la verdad contenida en la segunda parte de la ya citada expresión de san Ireneo: vivens homo. El amor por la gloria de Dios no aleja al sacerdote de la vida y de todo lo que la conforma; al contrario, su vocación lo lleva a descubrir su pleno significado.
¿Qué quiere decir vivens homo? Significa el hombre en la plenitud de su verdad, es decir, el hombre creado por Dios a su propia imagen y semejanza; el hombre al cual Dios ha confiado la tierra para que la domine; el hombre revestido de una múltiple riqueza de naturaleza y de gracia; el hombre liberado de la esclavitud del pecado y elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios.
Este es el hombre y la humanidad que el sacerdote tiene delante cuando celebra los divinos misterios: desde el recién nacido que los padres llevan a bautizar, hasta los niños y chicos que encuentra en la catequesis o en la enseñanza de la religión, como también los jóvenes que, durante el período más delicado de su vida, buscan su camino, la propia vocación, y se preparan a formar nuevas familias o bien a consagrarse por el Reino de Dios entrando en el Seminario o en un Instituto de vida consagrada. Es necesario que el sacerdote esté muy cerca de los jóvenes. En esta época de la vida a menudo ellos se dirigen al sacerdote para buscar el apoyo de un consejo, la ayuda de la oración, un prudente acompañamiento vocacional. De este modo el sacerdote puede constatar cómo su vocación está abierta y entregada a las personas. Al acercarse a los jóvenes encuentra a los futuros padres y madres de familia, a los futuros profesionales o, en todo caso, a personas que podrán contribuir con la propia capacidad a construir la sociedad del mañana. Cada una de estas múltiples vocaciones pasa a través de su corazón sacerdotal y se manifiesta como un camino particular a lo largo del cual Dios guía a las personas y las lleva a encontrarse con El.
El sacerdote participa así de tantas opciones de vida, de sufrimientos y alegrías, de desilusiones y esperanzas. En cada situación, su cometido es mostrar Dios al hombre como el fin último de su destino personal. El sacerdote es aquél a quien las personas confían las cosas más queridas y sus secretos, a veces tan dolorosos. Llega a ser el esperado por los enfermos, por los ancianos y los moribundos, conscientes de que sólo él, partícipe del sacerdocio de Cristo, puede ayudarlos en el último momento que ha de llevarlos hasta Dios. El sacerdote, testigo de Cristo, es mensajero de la vocación suprema del hombre a la vida eterna en Dios. Y mientras acompaña a los hermanos, se prepara a sí mismo: el ejercicio del ministerio le permite profundizar en su vocación de dar gloria a Dios para tomar parte en la vida eterna. El se encamina así hacia el día en que Cristo le dirá: «¡Bien, siervo bueno y fiel!; ...entra en el gozo de tu señor» (Mt 25, 21).
El jubileo sacerdotal: tiempo de alegría y de acción de gracias
8. «Considerad, hermanos, vuestra vocación» (1Co 1, 26). La exhortación de Pablo a los cristianos de Corinto tiene un significado particular para nosotros sacerdotes. Debemos «considerar» a menudo nuestra vocación, descubriendo su sentido y grandeza, que siempre nos superan. Ocasión privilegiada para esto es el Jueves Santo, día en que se conmemora la institución de la Eucaristía y del sacramento del Orden. Ocasión propicia son también los aniversarios de la Ordenación sacerdotal y, especialmente, los jubileos sacerdotales.
Queridos hermanos sacerdotes: al compartir con vosotros estas reflexiones, pienso en el 50 aniversario de mi Ordenación sacerdotal que cae este año. Pienso en mis compañeros de seminario que, como yo, llevan tras de sí un camino hacia el sacerdocio marcado por el dramático período de la segunda guerra mundial. Entonces los seminarios estaban cerrados y los clérigos vivían en la diáspora. Algunos de ellos perdieron la vida en los conflictos bélicos. El sacerdocio alcanzado en aquellas condiciones tuvo para nosotros un valor particular. Está vivo en mi memoria aquel gran momento en que, hace cincuenta años, la asamblea eclesial invocaba: «Veni Creator Spiritus» sobre nosotros jóvenes Diáconos, postrados en tierra en el centro del templo, antes de recibir la Ordenación sacerdotal por la imposición de manos del Obispo. Damos gracias al Espíritu Santo por aquella efusión de gracia que marcó nuestra vida. Y seguimos implorando: «Imple superna gratia, quae tu creasti pectora».
Deseo, queridos hermanos en el sacerdocio, invitaros a participar en mi Te Deum de acción de gracias por el don de la vocación. Los jubileos, como sabéis, son momentos importantes en la vida de un sacerdote, es decir, como unas piedras miliares en el camino de nuestra vocación. Según la tradición bíblica, el jubileo es tiempo de alegría y de acción de gracias. El agricultor da gracias al Creador por la cosecha; nosotros, con ocasión de nuestros jubileos, queremos agradecer al Pastor eterno los frutos de nuestra vida sacerdotal, el servicio dado a la Iglesia y a la humanidad en los distintos lugares del mundo y en las condiciones más diversas y en las múltiples situaciones de trabajo en que la Providencia nos ha puesto y guiado. Sabemos que «somos siervos inútiles» (Lc 17, 10), sin embargo estamos agradecidos al Señor porque ha querido hacer de nosotros sus ministros.
Estamos agradecidos también a los hombres: ante todo a quienes nos han ayudado a llegar al sacerdocio y a quienes la divina Providencia ha puesto en el camino de nuestra vocación. Damos las gracias a todos, empezando por nuestros padres, que han sido para nosotros un multiforme don de Dios. ¡Cuántas y qué diversas riquezas deenseñanzas y buenos ejemplos nos han transmitido!
Al dar gracias, pedimos también perdón a Dios y a los hermanos por las negligencias y las faltas, fruto de la debilidad humana. El jubileo, según la Sagrada Escritura, no podía ser sólo una acción de gracias por la cosecha; conllevaba también la remisión de las deudas. Imploremos, pues, a Dios misericordioso que nos perdone las deudas contraídas a lo largo de la vida y en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
«Considerad, hermanos, vuestra vocación», nos exhorta el Apóstol. Alentados por su palabra, nosotros «consideramos» el camino recorrido hasta ahora, durante el cual nuestra vocación se ha confirmado, profundizado y consolidado. «Consideramos» para tomar clara conciencia de la acción amorosa de Dios en nuestra vida. Al mismo tiempo, no podemos olvidar a nuestros hermanos en el sacerdocio que no han perseverado en el camino emprendido. Los confiamos al amor del Padre, a la vez que los tenemos presentes en nuestra oración.
El «considerar» se transforma así, casi sin darnos cuenta, en oración. Es en esta perspectiva que deseo invitaros, queridos hermanos sacerdotes, a uniros a mi acción de gracias por el don de la vocación y del sacerdocio.
Gracias, Señor, por el don del sacerdocio.
9. «Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur...».
Nosotros te alabamos y te damos gracias, Señor: toda la tierra te adora.
Nosotros, tus ministros, con las voces de los Profetas y con el coro de los Apóstoles, te proclamamos Padre y Señor de la vida, de cada vida que sólo de ti procede.
Te reconocemos, Trinidad Santísima, regazo e inicio de nuestra vocación:
Tú, Padre, desde la eternidad nos has pensado, querido y amado;
Tú, Hijo, nos has elegido y llamado a participar de tu único y eterno sacerdocio;
Tú, Espíritu Santo, nos has colmado con tus dones y nos has consagrado con tu santa unción.
Tú, Señor del tiempo y de la historia, nos has puesto en el umbral del tercer milenio cristiano, para ser testigos de la salvación, realizada por ti a favor de toda la humanidad.
Nosotros, Iglesia que proclama tu gloria, te imploramos: que nunca falten sacerdotes santos al servicio del Evangelio;que resuene en cada Catedral y en cada rincón del mundo el himno:
«Veni Creator Spiritus». ¡Ven, Espíritu Creador.
Ven a suscitar nuevas generaciones de jóvenes, dispuestos a trabajar en la viña del Señor, para difundir el Reino de Dios hasta los confines de la tierra.
Y tú, María, Madre de Cristo, que nos has acogido junto a la Cruz como hijos predilectos con el Apóstol Juan, sigue velando sobre nuestra vocación.
Te confiamos los años de ministerio que la Providencia nos conceda vivir aún.
Permanece a nuestro lado para guiarnos por los caminos del mundo, al encuentro de los hombres y mujeres que tu Hijo ha redimido con su Sangre.
Ayúdanos a cumplir hasta el final la voluntad de Jesús, nacido de ti para la salvación del hombre.
Cristo, ¡Tú eres nuestra esperanza!.
«In Te, Domine, speravi, non confundar in aeternum».
Vaticano, 17 de marzo, IV domingo de Cuaresma, del año 1996, decimoctavo de mi Pontificado.
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