Sala del Consistorio
Jueves, 1 de junio de 2017
Señores Cardenales, queridos hermanos y hermanas, os dirijo a todos un cordial saludo y os expreso mi agradecimiento por vuestro generoso esfuerzo al servicio de los sacerdotes y de su formación. Agradezco de corazón el Cardenal Beniamino Stella por sus palabras y por el buen trabajo que está haciendo.
Me alegro de poder dialogar con vosotros del gran don del ministerio ordenado, a pocos meses de la promulgación de la nueva Ratio Fundamentalis. Este Documento habla de una formación integral, capaz por lo tanto de incluir todos los aspectos de la vida; y así indica el camino para formar al discípulo misionero: un camino fascinante y a la vez exigente.
Reflexionando en estos dos aspectos −la fascinación de la llamada y las graves exigencias que comporta− he pensado en concreto en los jóvenes sacerdotes, que viven la alegría de los inicios del ministerio y, a la vez, notan su peso. El corazón de un sacerdote joven vive entre el entusiasmo de los primeros proyectos y el ansia de las fatigas apostólicas, en las que se sumerge con cierto temor, que es señal de sabiduría. Siente profundamente el júbilo y la fuerza de la unción recibida, pero sus espaldas empiezan a ser gradualmente gravadas por el peso de la responsabilidad, por los numerosos compromisos pastorales y las expectativas del Pueblo de Dios.
¿Cómo vive todo eso un sacerdote joven? ¿Qué lleva en su corazón? ¿Qué necesita para que sus pies, que corren para llevar el alegre anuncio del Evangelio, no se paralicen ante los miedos y las primeras dificultades, para que no tenga ni siga la tentación de refugiarse en la rigidez o en dejarlo todo y ser un “disperso”?
Hay que admitir que a menudo los jóvenes son juzgados de modo un poco superficial y demasiado fácilmente son etiquetados como generación “líquida”, carente de pasiones e ideales. Es cierto que hay jóvenes frágiles, desorientados, fragmentados o contagiados por la cultura del consumismo y del individualismo. Pero eso no debe impedirnos reconocer que los jóvenes son capaces de apostar “firmemente” por la vida y ponerse en juego con generosidad; de mirar al futuro y ser, así, un antídoto respecto a la resignación y a la pérdida de esperanza que caracteriza nuestra sociedad; de ser creativos e imaginativos, valientes para cambiar, magnánimos cuando se trata de gastarse por los demás o por ideales como la solidaridad, la justicia y la paz. Con todas sus limitaciones, son siempre un recurso.
Podemos preguntarnos, entonces: ¿en nuestros presbiterios cómo miramos a los sacerdotes jóvenes? Dejémonos ante todo iluminar por la Palabra de Dios, que nos muestra cómo el Señor llama a los jóvenes, se fía de ellos, y los envía a la misión.
Mientras «la palabra del Señor era rara en aquellos días» (1Sam 3,1), porque el pueblo se había pervertido y ya no escuchaba la voz del Señor, Dios se dirige al joven Samuel, un pequeño “acólito del Templo” que se convierte en profeta para el pueblo (cfr. 1Sam 3,1-10). Luego, la mirada del Señor, yendo más allá de toda apariencia, elige a David, el más pequeño de los hijos de Jesé, y lo unge rey de Israel (cfr. 1Sam 16,1-13). A Jeremías, preocupado por ser demasiado joven para la misión, el Señor le ofrece su paterna garantía: «No digas: “Soy joven” […] porque yo estoy contigo” (Jer 1, 7.8). También de los Evangelios podemos aprender que la elección del Señor recae sobre los pequeños, y la misión de anunciar el Evangelio, confiada a los discípulos, no se basa en la grandeza de sus fuerzas humanas, sino en la disponibilidad para dejarse guiar por el don del Espíritu.
Esto es lo que me gustaría decir a los sacerdotes jóvenes: ¡sois escogidos, sois amados por el Señor! Dios os mira con ternura de Padre y, después de haber hecho que se enamorara vuestro corazón, no dejará vacilar vuestros pasos. A sus ojos sois importantes y Él confía en que estaréis a la altura de la misión a la que os ha llamado. ¡Qué importante es que los sacerdotes jóvenes encuentren párrocos y obispos que les animen en esta perspectiva, y no solo les esperen porque hace falta recambio y llenar puestos vacíos!
Sobre esto quisiera decir dos cosas espontáneamente. Puestos vacíos: no llenar esos puestos con gente que no sea llamada por el Señor, ni tomarlos de cualquier sitio; examinar bien la vocación de un joven, su autenticidad, y ver si viene a refugiarse o porque siente la llamada del Señor. ¡Acoger solo porque tenemos necesidad, queridos obispos, es una hipoteca para la Iglesia! Una hipoteca. Segundo: no dejarlos solos. La cercanía: los obispos cerca de los sacerdotes; los obispos cerca de los curas. Cuántas veces he oído estas quejas de sacerdotes… −esto lo le dicho muchas veces; quizá lo hayáis oído−: llamé al obispo; no estaba; la secretaria me dijo que no estaba; le pedí una cita; “Lo tiene todo lleno los próximos tres meses…”. Y ese cura se separa de su obispo. Pues si tú, obispo, sabes que en la lista de llamadas que te deja tu secretario o tu secretaria ha llamado un sacerdote y tienes la agenda llena, ese mismo día, por la noche o al día siguiente −no más− llámalo por teléfono y dile cómo están las cosas, y valorad juntos si es urgente o no… Lo importante es que aquel sacerdote sienta que tiene un padre, un padre cercano. Cercanía, cercanía a los sacerdotes. No se puede gobernar una diócesis sin cercanía, no se puede hacer crecer ni santificar a un sacerdote sin la cercanía paterna del obispo.
Me alegro siempre cuando me encuentro con sacerdotes jóvenes, porque en ellos veo la juventud de la Iglesia. Por eso, pensando en la nueva Ratio, que habla del sacerdote como de un discípulo misionero en formación permanente (cfr. n. 3), deseo subrayar, sobre todo para los sacerdotes jóvenes, algunas actitudes importantes: rezar sin cansarse, caminar siempre y compartir con el corazón.
Rezar sin cansarse. Porque solo podremos ser “pescadores de hombres” si somos nosotros los primeros en reconocer que hemos sido “pescados” por la ternura del Señor. Nuestra vocación empezó cuando, abandonada la tierra de nuestro individualismo y de nuestros planes personales, nos encaminamos al “santo viaje”, entregándonos a ese Amor que nos buscó por la noche y a esa Voz que hizo vibrar nuestro corazón. Así, como los pescadores de Galilea, hemos dejado nuestras redes para agarrar las que nos ha dado el Maestro. Si no permanecemos estrechamente unidos a Él, nuestra pesca no podrá tener éxito. ¡Rezad siempre, por favor!
Durante los años de formación, los horarios de nuestras jornadas estaban hechos de modo que nos dejaran el tiempo necesario para la oración; además, no se puede tener todo tan programado −la vida es otra cosa−, ni todo organizado, desde que uno está inmerso en los ritmos, a veces apremiantes, de los compromisos pastorales. Sin embargo, precisamente lo que adquirimos en el tiempo del Seminario −viviendo la armonía entre oración, trabajo y descanso− representa un valioso recurso para afrontar las fatigas apostólicas. Cada día necesitamos pararnos, ponernos a la escucha de la Palabra de Dios y estar ante el Sagrario. “Pues yo lo intento, pero… me duermo ante el Sagrario”. Pues duérmete, que al Señor le gusta, pero quédate ahí, ante Él. Y procurad también escuchar nuestro cuerpo, que es un buen médico, y nos avisa cuando el cansancio supera sus límites. La oración, la relación con Dios, el cuidado de la vida espiritual dan alma al ministerio, y el ministerio, por así decir, da cuerpo a la vida espiritual: porque el cura se santifica a sí mismo y a los demás en el concreto ejercicio del ministerio, especialmente predicando y celebrando los Sacramentos.
Segundo: caminar siempre, porque un sacerdote nunca ha “llegado”; siempre será un discípulo, peregrino por las calles del Evangelio y de la vida, asomado al umbral del misterio de Dios y a la tierra sagrada de las personas a él confiadas. Jamás podrá sentirse satisfecho ni podrá apagar la saludable inquietud que le hace tender las manos al Señor para dejarse formar y llenar. Por eso, ¡actualizarse siempre y permanecer abiertos a las sorpresas de Dios! En esa apertura a lo nuevo, los jóvenes sacerdotes pueden ser creativos en la evangelización, acudiendo con discernimiento a los nuevos lugares de la comunicación, donde encontrar rostros, historias y preguntas de las personas, desarrollando capacidades de socializar, de relación y de anuncio de la fe. Del mismo modo, pueden “estar en red” con los demás presbíteros e impedir que la carcoma de la auto-referencialidad frene la experiencia regeneradora de la comunión sacerdotal. De hecho, en cada ámbito de la vida presbiteral es importante progresar en la fe, en el amor y en la caridad pastoral, sin permanecer rígido en sus adquisiciones ni quedarse fijo en sus esquemas.
Finalmente, compartir con el corazón, porque la vida presbiteral no es un oficio burocrático ni un conjunto de prácticas religiosas o litúrgicas a las que asistir. Hemos hablado tanto del “sacerdote burócrata”, que es “clérigo del Estado” y no pastor del pueblo. Ser cura es jugarse la vida por el Señor y por los hermanos, llevar en la propia carne los gozos y las angustias del Pueblo, gastando tiempo y escucha para curar las heridas de los demás, y ofreciendo a todos la ternura del Padre. Partiendo de la memoria de su experiencia personal −cuando eran jóvenes y cultivaban sueños y amistades animados por el amor juvenil al Señor−, los nuevos sacerdotes tienen la gran oportunidad de vivir ese compartir con los jóvenes. Se trata de estar en medio de ellos −¡también aquí cercanía!− no solo como un amigo más, sino como quien sabe compartir su vida con el corazón, escuchar sus preguntas y participar concretamente en las diversas vicisitudes de su vida. Los jóvenes no necesitan un profesional de lo sagrado o un héroe que, desde lo alto y desde fuera, responda a sus interrogantes; son atraídos más bien por quien sabe implicarse sinceramente en su vida, acercándoseles con respeto y escuchándoles con amor. Se trata de tener un corazón lleno de pasión y compasión, sobre todo hacia los jóvenes.
Rezar sin cansarse, caminar siempre y compartir con el corazón significa vivir la vida sacerdotal mirando hacia arriba y pensando a lo grande. ¡No es tarea fácil, pero se puede poner toda la confianza en el Señor, porque Él nos precede siempre en el camino! Que María Santísima, que rezó sin cansarse, caminó tras su Hijo y compartió su vida hasta la cruz, nos guíe e interceda por nosotros. ¡Por favor, rezad por mí!
Traducción de la redacción de Vidasacerdotal.org