Discurso en Fátima a sacerdotes, religiosos y seminaristas el 12 de mayo de 2010
“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer [...] para que recibiéramos el ser hijos adoptivos” (Ga 4, 4.5). La plenitud de los tiempos llegó, cuando el Eterno irrumpió en el tiempo: por obra y gracia del Espíritu Santo, el Hijo del Altísimo fue concebido y se hizo hombre en el seno de una mujer: la Virgen Madre, tipo y modelo excelso de la Iglesia creyente. Ella no deja de generar nuevos hijos en el Hijo, que el Padre ha querido como primogénito de muchos hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a ser, con María y como María, un signo humilde y sencillo de la Iglesia que continuamente se ofrece como esposa en las manos de su Señor.
A todos vosotros, que habéis entregado vuestras vidas a Cristo, deseo expresaros esta tarde el aprecio y el reconocimiento de la Iglesia. Gracias por vuestro testimonio a menudo silencioso y para nada fácil; gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En Jesús presente en la Eucaristía, abrazo a mis hermanos en el sacerdocio y el diaconado, a las consagradas y consagrados, a los seminaristas y a los miembros de los movimientos y de las nuevas comunidades eclesiales aquí presentes. Que el Señor recompense, como sólo Él sabe y puede hacerlo, a todos los que han hecho posible que nos encontremos aquí ante Jesús Eucaristía, en particular a la Comisión Episcopal para las Vocaciones y los Ministerios, con su Presidente, Mons. Antonio Santos, al que agradezco sus palabras llenas de afecto colegial y fraterno pronunciadas al inicio de estas Vísperas. En este “cenáculo” ideal de fe que es Fátima, la Virgen Madre nos indica el camino para nuestra oblación pura y santa en las manos del Padre.
Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación de cada cristiano, especialmente de la persona consagrada y del ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote. “Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 31).Que, en este Año Sacerdotal que mira ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para que viváis el gozo de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal fundada en la fidelidad de Cristo. Esto supone evidentemente una auténtica intimidad con Cristo en la oración, ya que la experiencia fuerte e intensa del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a corresponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.
Esta vida de especial consagración nació como memoria evangélica para el pueblo de Dios, memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda la Iglesia la radicalidad evangélica y la venida del Reino. Por lo tanto, queridos consagrados y consagradas, con vuestra dedicación a la oración, a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción apostólica y a la misión, tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica, firme en la posesión y en la contemplación amorosa del Dios Amor. Este testimonio es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros hermanos viven como si no existiese el más allá, sin preocuparse de la propia salvación eterna. Todos los hombres están llamados a conocer y a amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles en esta vocación. Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión de los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio de la fe, en su integridad y con sus exigencias. Queridos amigos, imitemos al Cura de Ars que rezaba así al buen Dios: “Concédeme la conversión de mi parroquia, y yo acepto sufrir todo lo que tu quieras durante el resto de mi vida”. Él hizo todo lo posible por sacar a las personas de la tibieza y conducirlas al amor.
Hay una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo: no es posible amarlo sin amar a sus hermanos. Juan María Vianney quiso ser sacerdote precisamente para la salvación de ellos: “Ganar la almas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación con dieciocho años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1 Co 9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en la Parroquia, usted lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco era misericordioso como Jesús en el encuentro con cada pecador. Prefería insistir en el aspecto atrayente de la virtud, en la misericordia de Dios, en cuya presencia nuestros pecados son “granos de arena”. Presentaba la ternura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran “insensibles” y se acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del Pastor -advertía- que permanece en silencio viendo cómo se ofende a Dios y las almas se pierden”.
Amados hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia de María, teniendo ante nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después en el camino de la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de vuestro sacerdocio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Señor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia. Cuánto bien os hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en vuestros corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la oración, con consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente atentos a las situaciones que debilitan de alguna manera los ideales sacerdotales o la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid como una necesidad actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un hermano que ayuda a otro hermano a “permanecer en pie”.
Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. Hb 5,6), la vida de los sacerdotes es limitada. Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos, perpetúen el sacerdocio ministerial instituido por Él. Por lo tanto, mantened en vuestro interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar entre los fieles -colaborando con la gracia del Espíritu Santo- nuevas vocaciones sacerdotales. La oración confiada y perseverante, el amor gozoso a la propia vocación y la dedicación a la dirección espiritual os ayudará a discernir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.
Queridos seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el sacerdocio y os estáis preparando en el Seminario Mayor o en las Casas de Formación religiosa, el Papa os anima a ser conscientes de la gran responsabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las intenciones y motivaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra formación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humildad y de servicio, debe ser el objeto principal de vuestro amor. La adoración, la piedad y la atención al Santísimo Sacramento, a lo largo de estos años de preparación, harán que un día celebréis el sacrificio del Altar con verdadera y edificante unción.
En este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acompaña la Bienaventurada Virgen María. Con Ella y como Ella somos libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pastor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado, que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos en la Santísima Eucaristía.