Discurso del 14 de noviembre de 2003
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos amigos:
1. Me siento muy contento de poder encontrarme con vosotros con motivo de la Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud sobre el tema «La depresión». Doy las gracias al cardenal Javier Lozano Barragán por las gentiles palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes.
Saludo a los ilustres especialistas que han venido a ofrecer el fruto de sus investigaciones sobre esta patología con el objetivo de favorecer un conocimiento profundo que permita mejores tratamientos y una asistencia más idónea a los interesados y a sus familias.
Al mismo tiempo, manifiesto mi reconocimiento a quienes se dedican al servicio de los enfermos de depresión, ayudándoles a conservar la confianza en la vida. Este reconocimiento se extiende también, por su puesto, a las familias que acompañan con cariño y delicadeza a su familiar querido.
2. Vuestras sesiones de trabajo, queridos congresistas, han mostrado los diferentes aspectos de la depresión en su complejidad: van desde la enfermedad profunda, más o menos duradera, hasta un estado pasajero, ligado a acontecimientos difíciles -conflictos conyugales y familiares, graves problemas laborales, estados de soledad...-, que comportan una fisura o una ruptura en las relaciones sociales, profesionales, familiares. La enfermedad es acompañada con frecuencia por una crisis existencial y espiritual, que lleva a dejar de percibir el sentido de la vida.
La difusión de los estados depresivos es preocupante. Se manifiestan fragilidades humanas, psicológicas y espirituales, que al menos en parte son inducidas por la sociedad. Es importante ser conscientes de las repercusiones que tienen los mensajes transmitidos por los medios de comunicación sobre las personas, al exaltar el consumismo, la satisfacción inmediata de los deseos, la carrera a un bienestar material cada vez mayor. Es necesario proponer nuevos caminos para que cada uno pueda construir la propia personalidad, cultivando la vida espiritual, fundamento de una existencia madura. La participación entusiasta en las Jornadas Mundiales de la Juventud demuestra que las nuevas generaciones buscan a Alguien que pueda iluminar su camino cotidiana, dándoles razones de vida y ayudándoles a afrontar las dificultades.
3. Vosotros lo habéis subrayado: la depresión es siempre una prueba espiritual. El papel de quienes atienden a una persona deprimida sin una función específicamente terapéutica consiste sobre todo en ayudarla a recuperar la propia estima, la confianza en sus capacidades, el interés por el futuro, las ganas de vivir. Por eso, es importante tender la mano a los enfermos, hacerles percibir la ternura de Dios, integrarlos en una comunidad de fe y de vida en la que se sientan acogidos, comprendidos, sostenidos, en una palabra, dignos de amar y de ser amados. Para ellos, al igual que para cualquier otra persona, contemplar a Cristo y dejarse «guiar» por Él es la experiencia que les abre a la esperanza y les lleva a optar por la vida (Cf. Deuteronomio 30, 19).
En el camino espiritual, la lectura y la meditación de los Salmos, en los que el autor sagrado expresa en oración sus alegrías y angustias, puede ser de gran ayuda. El rezo del Rosario permite encontrar en María una Madre cariñosa que enseña a vivir en Cristo. La participación en la Eucaristía es manantial de paz interior, ya sea por la eficacia de la Palabra y del Pan de Vida ya sea para la integración en la comunidad eclesial. Si bien a la persona deprimida le cuesta un gran esfuerzo lo que a los demás parece ser algo sencillo y espontáneo, es necesario ayudarla con paciencia y delicadeza, recordando la advertencia de santa Teresa del Niño Jesús: «Los pequeños dan pasos pequeños».
En su amor infinito, Dios está siempre cerca de los que sufren. La enfermedad depresiva puede ser un camino para descubrir otros aspectos de uno mismo y nuevas formas de encuentro con Dios. Cristo escucha el grito de quienes se encuentran en una barca a la merced de la tempestad (Cf. Marcos 4, 35-41). Está presente junto a ellos para ayudarles en la travesía y para guiarles hacia el puerto de la serenidad recuperada.
4. El fenómeno de la depresión recuerda a la Iglesia y a toda la sociedad la importancia de proponer a las personas, especialmente a los jóvenes, figuras y experiencias que les ayuden a crecer a nivel humano, psicológico, moral y espiritual. La ausencia de puntos de referencia contribuye a crear personalidades más frágiles, llevando a pensar que todos los comportamientos son iguales. Desde este punto de vista, el papel de la familia, de la escuela, de los movimientos juveniles, de las asociaciones parroquiales es muy importante a causa de la repercusión que tienen en la formación de la personas.
También es significativo el papel de las instituciones públicas para asegurar condiciones de vida dignas, en particular, a las personas abandonadas, enfermas, ancianas. Son igualmente necesarias las políticas para la juventud, que ofrezcan a las nuevas generaciones motivos de esperanza, preservándolas del vacío o de otros peligros.
5. Queridos amigos: alentándoos a renovar vuestro compromiso en un trabajo tan importante junto a los hermanos y hermanas afectados por la depresión, os confío a la intercesión de María Santísima, «Salus infirmorum». Que cada persona y cada familia pueda sentir su materna ayuda en los momentos de dificultad. A todos vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestros seres queridos os imparto de corazón la bendición apostólica.