El preservativo es fundamentalmente un instrumento anticonceptivo, aunque en alguna ocasión pueda tener un empleo distinto que en este artículo no se contempla, por quedar fuera de su objeto. En este sentido, la sanción moral sobre el uso conyugal del preservativo no es una excepción a la regla general, que se expone en un pasaje conocido de la encíclica Humanae vitae, repetido después en numerosos textos pontificios, e incluido en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2370): es intrínsecamente mala “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación”.
El uso conyugal del preservativo
El preservativo es un medio “de barrera” -el más común de ellos-, pues pone una barrera artificial entre las dos células que de unirse dan lugar a la concepción. Es un instrumento anticonceptivo, y por tanto su empleo convierte el acto conyugal en anticonceptivo. No se puede cuestionar la gravedad del uso del preservativo por el hecho de que sólo sea un simple globito de látex. En moral este tipo de argumentos falsea la cuestión, y sería semejante a plantear cómo puede ser grave el uso de una bolsa de plástico, cuando se ha utilizado para asfixiar a alguien, o sea, para cometer un homicidio. En la valoración moral el instrumento empleado es una circunstancia de un valor marginal para la estimación de la conducta. Lo relevante es el acto mismo en su significado, y aquí se trata de una acción anticonceptiva, siendo lo de menos el hecho de que para hacer infecunda la unión el sujeto se coloca un preservativo o pasa por un quirófano. Para entender la gravedad del acto, la cuestión decisiva no está en detenerse en el instrumento empleado, sino en el significado de la sexualidad misma y de la unión conyugal. La actividad sexual no es simplemente un disfrute otorgado por la naturaleza, y que, sin mayores significados, se pueda trivializar. La actividad sexual es una unión física y afectiva tan radical -supone la entrega de una buena parte de la intimidad, precisamente la sexual- que sólo puede responder a una entrega sin reservas del afecto y de la vida misma. Sólo esa unión es digna para ser sellada con una acción, que -y esto no puede olvidarse nunca- es en sí misma, y es la única, apta para generar una nueva vida. Buscar la manera de hacer imposible esa aptitud introduce una reserva que convierte el acto en una entrega que ya no es total, y que objetivamente abre la puerta para que la entrega se convierta en un mero disfrute. En este sentido, al rebajarse, la acción se desnaturaliza.
Pero la inmoralidad no va más allá en este caso. No más, pues el uso del preservativo carece de otros aspectos moralmente negativos que se pueden observar en otras conductas sexuales inmorales. No hay riesgo ninguno de provocar abortos, como sucede con gran parte de los anticonceptivos químicos -son abortivos primaria o subsidiariamente, o sea, cuando falla el pretendido efecto primario anovulatorio-, o con otros instrumentos, como es el caso del DIU (dispositivo intrauterino). Tampoco la desnaturalización que supone su uso va más allá de hacer incompleto el acto, a diferencia de otras perversiones de la sexualidad que desfiguran su ejercicio en otro sentido más radical, haciéndolo no ya sólo incompleto sino también desviado. Es incompleto, claro está, en un sentido no material -materialmente se introduce un elemento extraño-, sino moral: se roba a la acción de una de sus dimensiones fundamentales (afecta también a la llamada dimensión “unitiva”: quienes lo utilizan son conscientes de que también hay una barrera, por tenue que sea, entre ellos mismos en su intimidad). Esto no quiere decir que el uso conyugal del preservativo sea una cuestión de poca monta: la sexualidad es lo suficientemente importante como para que sea siempre grave una acción que la utiliza mal. Pero, aparte de considerar que dentro de la gravedad hay otras conductas peores, estas consideraciones no dejan de tener repercusiones en la moral. Permiten, en primer lugar, que pueda ser aceptable en casos de extrema gravedad una tolerancia -nunca una aceptación propiamente dicha- cuando el otro cónyuge se empeña en querer viciar la unión de este modo, aunque, obviamente, tiene que ser la otra parte quien ponga la acción que vicia el acto, y nunca, aunque haya presión en este sentido, uno mismo. Y, en segundo lugar, las precisiones aquí expuestas permiten valorar adecuadamente la conducta cuando se trata de uniones extraconyugales.
El uso extraconyugal del preservativo
Fuera del matrimonio, el principio básico resulta evidente: es gravemente inmoral cualquier unión sexual extraconyugal. En unos casos es más grave que en otros -nadie duda de que el adulterio es peor que la unión de dos solteros-, pero siempre dentro de la gravedad. O sea, en este terreno nos encontramos con una raíz inmoral, puesto que no hay derecho conyugal alguno que esgrimir, pues se trata de personas entre quienes no debe existir relación sexual alguna.
Una unión sexual viciada de raíz, como ocurre con toda relación extraconyugal, no puede contener una exigencia de ser completa. Pensar de otro modo supondría entrar en una lógica de valorar positivamente el “hacer bien el mal”, lo cual, cuando se trata de pecados de distinto género (fraudes, difamaciones, homicidios, etc., etc.), aparece como algo evidente su carencia de sentido. El pecado sexual no es una excepción en este sentido: si lo fuera, tendríamos resultados tan contrarios al sentido común como el considerar menos grave -aun dentro de la gravedad, por supuesto- el que unos novios realicen una unión sexual concreta, que el que se extralimiten en su afectividad dando rienda suelta a un erotismo que no llega tan lejos. Por lo tanto, podemos concluir que el empleo del preservativo en una relación sexual viciada ya de antemano por realizarse entre personas no casadas entre sí es una circunstancia que podemos considerar moralmente irrelevante.
El SIDA y la utilización conyugal del preservativo
Actualmente los principales datos sobre el SIDA (Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida) son conocidos por el gran público. Se trata de una infección cuyo agente es el llamado VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humana), un retrovirus, que está en la frontera entre un ser vivo y un conglomerado de moléculas orgánicas, el cual tras varios años de incubación es letal, no en sí mismo, sino a través de enfermedades asociadas. Éstas son principalmente dos: una particular neumonía (neumocistosis carinii), y un cáncer de piel (sarcoma de Kaposi). También es conocido que el virus no resiste la intemperie, de forma que el contagio sólo puede producirse a través de fluidos corporales. Dejando aparte algún caso aislado de accidente, y algún contagio por transfusión de sangre contaminada -un fenómeno raro hoy día, gracias a los controles que se practican-, las dos principales vías de contagio son el uso en común de jeringuillas que forma parte del “ritual” de los heroinómanos, y, sobre todo, el contacto sexual.
¿Es eficaz el uso del preservativo para evitar el contagio del VIH? Aunque parezca que la respuesta es sencilla, conviene hacer algunas precisiones, pues contestar con un “sí” o un “no” a secas puede llevar a engaño. Por una parte, hay que decir que, estadísticamente, disminuye el contagio. Es algo fácil de entender: cuando se pone una barrera a un flujo, la circulación disminuye, por lo que en este caso el contagio también. Dicho de otra manera: hay bastantes menos posibilidades de contagio en una unión sexual determinada cuando en ella se utiliza un preservativo.
Sin embargo, conviene considerar este dato con prudencia. No se puede convertir el uso del preservativo en la panacea contra la extensión del SIDA, sencillamente porque no lo es. En primer lugar, porque la disminución de probabilidades no supone su eliminación. El preservativo, en su uso habitual como anticonceptivo, suele tener un porcentaje de fallos que más o menos oscila entre el 8% y el 10%. A su vez, es también fácil de entender que es menos eficaz como barrera ante un retrovirus que ante los espermatozoides. Aquél es mucho más pequeño que éstos, y, además, si atraviesa la barrera un muy escaso número de espermatozoides está casi garantizado que no habrá concepción; mientras que si atraviesa la barrera un muy escaso número de VIH, hay más posibilidades de infección.
Hay otro factor a tener en cuenta, derivado de las puras leyes estadísticas: las probabilidades dependen tanto del porcentaje como del número sobre el que se aplican. Conforme aumenta el número sobre el que se aplica el porcentaje, aumenta también la probabilidad real. Un riesgo de contagio puede ser del 10% en un acto dado, pero si la conducta de riesgo se multiplica, también se multiplica la probabilidad de contagio a lo largo del tiempo. De cara al SIDA, esto significa que la promiscuidad sigue siendo una alta conducta de riesgo, con o sin la barrera de látex. Sobre este particular, se ha generalizado un cierto engaño en Occidente. Las campañas que han incidido sobe el uso del preservativo como prevención han coincidido con un significativo descenso del número de muertes por enfermedades asociadas al SIDA. Pero el factor que ha reducido drásticamente la mortalidad ha sido la aparición de los llamados “cócteles retrovirales”, una combinación de fármacos que contienen la infección y que convierten el SIDA en una enfermedad crónica, aunque la aparición de cepas inmunes a estos medicamentos -en cierto modo esperadas- crea nuevas amenazas.
Sin embargo, la cuestión de la moralidad es distinta de la de la eficacia. Evidentemente, aquélla no se plantea en una relación extraconyugal, que ya es inmoral por serlo. Pero en la conyugal, ¿puede ser moralmente aceptable su empleo para evitar un contagio mortal? Antes de contestar la pregunta, hay que precisar que el contagio se refiere a la pareja, no al posible hijo. Éste corre un riesgo en el parto -no en el embarazo-, y, si las condiciones sanitarias son adecuadas, el índice de contagio es realmente bajo. No sucede lo mismo con el cónyuge, que se expone a un contagio seguro si la relación -como es lo normal entre esposos- es continuada. Estamos ante un problema que en la realidad es más complejo que en la teoría, pues lo más habitual es que el cónyuge que ha contraído la infección la transmita antes de que él mismo sea consciente de ser seropositivo. También es frecuente ocultar al cónyuge esa condición cuando se conoce, porque el contagio sólo ha podido provenir de una relación extramatrimonial, y darla a conocer suele ser problemático y desestabilizador.
Pero es cierto asimismo que esas circunstancias frecuentes no pueden ser una excusa para no abordar la cuestión central. Y aquí hay que afirmar que la posibilidad de contagio no convierte en aceptable el empleo del preservativo. El motivo es que, como se señalaba anteriormente, su uso vicia la relación conyugal. A lo que hay que añadir que la unión conyugal es una actividad libre, no inevitable. En un caso así, los esposos deben ponderar los riesgos a los que se exponen -que disminuyen, pero en modo alguno desaparecen, con el uso del preservativo-, y la conveniencia de engendrar nuevas vidas. Por fortuna, el contagio ya no supone la condena a una muerte lenta, sino la carga económica y personal de una enfermedad crónica y gravosa.
Conviene añadir que la posibilidad de contagio del SIDA no es el único factor que en un momento dado puede provocar el deber de disminuir o incluso abandonar la actividad sexual de los esposos. Existen circunstancias, como una impotencia sobrevenida, que al imposibilitar una auténtica unión conyugal obligan a cesar la unión sexual de modo más tajante que la condición de seropositivo de uno de los cónyuges, pues en este último caso no hay una obligación estricta de ese abandono. Existen también otras enfermedades de transmisión sexual que pueden llevar a una situación parecida. En todo caso, hay que entender que, junto con el valor que tiene la vida y la salud, la sexualidad tiene también unos valores propios, íntimamente ligados a la dignidad humana, de los que no se puede abdicar. Y así como a nadie se le ocurre que pueda ser aceptable que alguien en caso de extrema necesidad se venda como esclavo para remediar la penuria, de la misma manera, cuando están en juego valores fundamentales de la dignidad humana -y la sexualidad es uno de ellos-, éstos no son disponibles, por no serlo la dignidad misma de la persona. Entenderlo de otra manera situaría en un contexto que trivializa la sexualidad, de forma que su valor moral sería escaso, que es lo que sucede cuando se piensa que debe claudicar ante otros valores más estimados, o incluso simplemente ante la perspectiva de tener que abandonar una parte de una vida placentera.
Desde un punto de vista específicamente católico se podría añadir alguna idea. Cuando se defiende una supuesta imposibilidad de cumplir estas exigencias morales, no se está contando con la gracia. Hay que reconocer que en algún caso esas exigencias suponen el heroísmo en la virtud, pero esta altura moral, que supera las posibilidades del hombre caído, no quedan fuera del alcance del hombre redimido. No es éste el lugar de tratar de los cauces de la gracia de Dios, pero no está de más mencionar que existen, que están al alcance de los fieles, y que permiten una auténtica vida de la gracia que nos asemeja cada vez más con Cristo, haciendo posible la victoria ante cualquier dificultad para cumplir lo que la moral demanda. Además, no hay que olvidar que el heroísmo puede venir exigido también en otros terrenos distintos del sexual; ser honrado, por ejemplo, a veces requiere una fortaleza moral mayor de la necesaria para vivir la moral conyugal.
Las campañas de prevención y el preservativo: criterios generales
Más problemática se presenta la cuestión alrededor del preservativo cuando se trata de valorar las campañas de prevención que realizan los poderes públicos. El SIDA es una pandemia que la sociedad y sus responsables deben combatir. Y la salud pública es sin duda una competencia de los poderes públicos. Parece razonable que si la difusión de preservativos contribuye a reducir la incidencia de la enfermedad, sea una medida aceptable, máxime cuando se trata de algo barato y fácil. Además, teniendo en cuenta que los focos de infección principales son ambientes promiscuos donde el sexo que se practica es extraconyugal, se podría pensar que no hay objeciones morales en difundir algo que no afecta a la inmoralidad de la actividad de esos focos.
Sin embargo, no son éstos los únicos factores a tener en cuenta. El bien común que deben perseguir las autoridades no se compone solamente de bienes físicos, como la salud, sino también de bienes morales. La sexualidad es un asunto privado sólo hasta cierto punto. La familia, en primer lugar, por ser la célula básica de una sociedad estable, tiene un indudable interés público, y es patente que sexualidad y familia tienen mucho que ver. También tiene un incuestionable interés público la educación, y la educación sexual es una parte importante de la misma. Es cierto que es injustificable una intromisión de la administración pública en las alcobas, pero también lo es que propague, directa o indirectamente, una inmoralidad, que, además, va a tener de un modo u otro una repercusión negativa en la sociedad.
Aplicados a esta situación, estos criterios básicos significan sobre todo que, si bien es acertado intentar amortiguar las consecuencias negativas de conductas promiscuas, no lo es fomentar esa promiscuidad u otro tipo de inmoralidad con la excusa -sincera o no- de esa pretensión. Con esta perspectiva hay que analizar las distintas campañas que se promueven. Éstas deben cumplir por tanto un doble requisito: la moralidad y la eficacia. No son, por otra parte, dos aspectos aislados, y menos aún contrapuestos. La reducción de la promiscuidad reducirá necesariamente la incidencia del SIDA, mientras que su incremento la aumentará. Y en cuanto a la moralidad, hay que valorar no sólo la intención de los promotores -por lo demás, no siempre fácil de identificar-, sino, y sobre todo, los medios empleados.
De hecho, las campañas de prevención del SIDA en las que se incluye el preservativo son variadas. Las más fáciles de evaluar son aquéllas en las que el preservativo es prácticamente el único argumento. De ellas, las más negativas son algunas en Occidente dirigidas sobre todo a los jóvenes. En algunos casos parece que la prevención del SIDA no es más que un pretexto, en el que el SIDA suele ocupar las primeras páginas de los planes de actuación, para luego caer en el olvido en la mayor parte del resto. Se trata de la difusión masiva del uso del preservativo entre escolares y otros estudiantes, anunciándolo por vías publicitarias y facilitándolo con medios como la distribución gratuita -incluso callejera- o la instalación de máquinas expendedoras en centros docentes. Si a esto se le une una pretendida educación sexual que se limita a información sexual, en la que se incluyen aberraciones al mismo nivel que conductas adecuadas y se oferta mediante un material gráfico que resulta ser pornográfico, el resultado sólo puede calificarse de una campaña de corrupción de jóvenes.
Lo que realmente se promociona en estas campañas es un estilo de vida promiscuo, en el que el único valor sexual a tener en cuenta es la seguridad física: el “sexo seguro”. Lo demás, para sus promotores, es despreciable. El SIDA queda aquí como la pantalla propagandística para evitar protestas, pues se trata de convertir a quien se opone en un desalmado a quien no le importa que un joven contraiga una terrible enfermedad. Y sobre su eficacia no suelen hacerse encuestas. Pero basta para hacerse una idea el resultado de las encuestas -éstas sí existen- sobre otro de los objetivos de estas campañas: evitar embarazos de adolescentes. Éstos, lejos de disminuir, han aumentado, lo que permite concluir la falta de eficacia en la prevención de una enfermedad que tiene el mismo cauce de entrada. Por eso, habría que llegar a la conclusión de que son precisamente los promotores de estas campañas quienes no parecen muy interesados en la incidencia del SIDA en los jóvenes, si ése es el precio a pagar por la difusión de un estilo de vida disoluto e inmoral.
Cuando se trata del tercer mundo -África sobre todo-, las campañas provenientes de Occidente centradas exclusivamente en el preservativo suelen ser rechazadas con indignación. Los motivos aquí son distintos. Lo que verdaderamente necesitan son antirretrovirales -medicinas-, y lo que se percibe es que proponen una solución barata e imperfecta para no poner a un precio asequible o simplemente distribuir los necesarios medicamentos; en una palabra, frecuentemente se ven como un sarcasmo. En cuanto a la eficacia, son conscientes de que si el preservativo es la única arma, los resultados son muy limitados. Y en cuanto a la moralidad, suelen saber que la promiscuidad atenta contra la familia y socava la sociedad misma, con lo que un programa destinado a paliar los efectos mientras promociona las causas es negativo en todos los sentidos. A lo que hay que añadir que también son apreciadas como campañas que buscan la aceptación del control de la natalidad, una especie de neocolonialismo demográfico que en muchos lugares -y con razón- se rechaza como indeseable.
En general, basta con analizar estos dos tipos para concluir que una campaña de prevención del SIDA basada exclusivamente, o casi, en promocionar el uso del preservativo es negativa en todos los sentidos. Más agresiva o menos, dirigida al gran público o a estratos concretos de la población, en el primer o en el tercer mundo, siempre, en mayor o menor medida, es una promoción de una vida promiscua con unos efectos limitados. Y conlleva graves omisiones, cuanto menos sospechosas. No incide en la supresión o al menos el control de los verdaderos focos de infección, que son los lugares o ambientes de prostitución -homo y heterosexual- y de “sexo anónimo”. Y no promociona en absoluto modelos de vida más sanos en todos los sentidos, un factor verdaderamente decisivo en la lucha contra la propagación de la pandemia.
Más honrados en su intención, y más eficaces en la práctica, son los programas en los que el preservativo es sólo un factor de la campaña, y no el más importante. Aquí destacan los programas conocidos como ABC, siglas que responden a “abstinencia”, “fidelidad” y “condón” (en inglés Abstinence, Be faithful, Condom), colocados en orden de prioridad. Se trata en primer lugar de promover la abstinencia de los jóvenes hasta el matrimonio, y la fidelidad a la pareja después. Se proponen a la vez como valores morales y como medio eficaz de evitar el contagio. Sin embargo, se entiende, a la vez, que hay algunos ambientes y personas insensibles a este tipo de mensajes, y, dentro de esos ambientes irreductibles, el objetivo es limitar los daños de unas conductas que no hay más remedio que tolerar. Aquí el preservativo puede jugar un papel válido a la vez que secundario, siempre teniendo en cuenta las siguientes consideraciones:
1. Se engloba dentro de una promoción de valores morales, y no dentro de una promoción que supone su ausencia.
2. La propaganda y distribución de preservativos es selectiva, no generalizada a la población en su conjunto. No va dirigida a los matrimonios ni a la población en general, sino a los ambientes insensibles a llamadas morales, que a la vez son focos de contagio.
3. No se trata estrictamente de una cooperación al mal, por cuanto queda claro que no se quiere legalizar ningún comercio sexual ni vida desenfrenada, sino sólo paliar los efectos de esas conductas desordenadas.
4. Los preservativos se distribuyen sólo de cara a una actividad sexual en la cual su uso no altera la moralidad de la actuación.
5. Su distribución se realiza con la debida discreción. Aquí se puede poner el paralelismo de la lucha contra el SIDA de cara a otro de los grupos de población de riesgo: los drogadictos, o, más precisamente, los heroinómanos. La distribución discreta de jeringuillas consigue paliar el contagio, sin otros efectos colaterales indeseados; en cambio, la publicidad indiscriminada se puede entender fácilmente como una invitación a drogarse. No siempre conviene difundir a los cuatro vientos lo que se hace.
La reacción de más de uno -incluido algún gobierno- ante esta promoción de la abstinencia y fidelidad, ha sido declararla inviable. Sin embargo, cuando se ha aplicado, como ha sucedido en un país arrasado por el SIDA como Uganda, en unas condiciones que no presagiaban su éxito, ha tenido resultados significativos tanto con respecto a la propagación del SIDA como a la estabilidad familiar. Empeñarse en lo contrario no sólo es contrario a la evidencia, sino un signo de que no se sabe ver en el hombre más que un animal dominado por instintos.