Ayer falleció un conocido sacerdote de Buenos Aires, Pedro Velasco Suárez. Es una víctima más de este maldito virus, la Covid-19. Ayer asistí a su velorio, en el colegio del Buen Consejo, del que era el capellán. El féretro se depositó en el patio del colegio, para mantener el distanciamiento social y gracias a que en estos días, de principios del otoño austral, el tiempo es excelente. La Misa la presidió el Cardenal Poli de Buenos Aires. Al final se leyó el mensaje que el Papa Francisco envió por la mañana, cuando le dieron la noticia, al Vicario regional del Opus Dei en Argentina, Prelatura en la que Pedro estaba incardinado. El mismo Romano Pontífice le llamó al hospital hace un mes, cuando estaba recién internado, pues siendo Arzobispo de Buenos Aires fue varias veces a su colegio y apreciaba mucho su labor entre las barriadas más humildes de la capital argentina, las tristemente famosas Villas miserias. Muchas de las alumnas del colegio proceden de la cercana Villa 21-24.
Eras aún joven, tu trabajo pastoral era fecundísimo, todos te querían. ¿Por qué Dios quiso que te fueras? No lo sé, no tengo respuesta. Soy hombre de fe, por lo que me viene a la cabeza la respuesta del Señor a Marta, cuando le preguntó algo parecido por la muerte de su hermano Lazaro: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 25).
También me vienen las palabras que San Josemaría solía usar como jaculatoria cuando le daban la noticia de la muerte de un hijo suyo: Fiat, adimpleatur, laudetur et in æternum superexaltetur… Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. —Amén. —Amén (San Josemaría Escrivá, Camino 691). Doy gracias al Señor porque estas palabras me han consolado muchas veces.
Pensaba ayer, junto a los restos de Pedro, en tanto dolor como ha causado este coronavirus. Son muchos los que han perdido seres queridos, o los que han estado hospitalizados y sufriendo bastante, y por añadidura con la peor plaga que nos puede venir, la soledad: cuántos han fallecido sin poder despedirse de sus cónyuges o hijos, cuántos entierros solitarios. Cuántos han caído en la pobreza por esta pandemia. Dios mío, qué año llevamos. Afortunado el que lo único que tiene que lamentar es el encierro a que nos hemos visto obligados. Me acordaba de la imagen del Papa hace un año caminando, solo bajo la lluvia en la plaza de San Pedro vacía, para la jornada de oración. Ahora la humanidad parece que está como el Papa hace un año: solos, caminando bajo la lluvia en una plaza vacía. ¿Por qué Dios quiere esto? No lo sé, tampoco tengo respuesta a esto.
Pero pienso que la jaculatoria que San Josemaría recitaba nos puede ayudar. A veces nos viene la tentación de pedirle cuentas a Dios por sus decisiones. Pero no podemos dudar de que es un Padre amantísimo, y que detrás de su voluntad, hay un bien, aunque en nuestra limitada cabeza no la comprendamos. También el Fundador del Opus Dei afirmaba: «si Dios cupiera en esta pobre cabeza, mi Dios sería muy pequeño». Aunque lo decía para referirse a la imposibilidad de entender los misterios divinos, también nos puede ayudar para amar su divina Providencia.
Con la gracia de Dios, este terrible año (y la consideración de las tragedias que estamos contemplando casi a diario) nos servirá para amar más a Dios y verlo como un Padre.
Y no dejemos de pedirle a nuestra Madre Santísima para que Dios acabe con este virus.
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En homenaje de Pedro Velasco Suárez, sacerdote (1959-2021) y en oración por su alma.