Queridísimos hermanos confesores:
Iluminados por la luz de la Inmaculada Virgen María, mística Aurora de la redención, esperamos ansiosos revivir el nacimiento del Hijo de Dios, ya colmados de agradecimiento por tantos dones con los que el Señor querrá adornar el ánimo de los sacerdotes y por las gracias de conversión y de perdón que nos concederá contemplar a través del preciosísimo ministerio de la reconciliación.
El tiempo de Adviento sobre todo y, en particular, los días de la dulcísima novena de Navidad, están caracterizados por una espera particularmente intensa, no sólo de parte de los hombres respecto a Dios –espera que está inscrita en lo profundo del corazón humano– sino también caracterizados por una particular “espera” de parte de Dios respecto de los hombres que Él ama.
El Señor se pone en búsqueda del hombre y se “abaja” hasta mendigarle la acogida. Aquél que más que cualquier otro espera este encuentro de gracia es Él, el eterno Hijo de Dios hecho hombre en el seno virginal de María, que incesantemente llama a los hombres a la conversión y que, en estos días “vigiliares” atrae los corazones con una ternura particular desde el santo pesebre “Venid a mi todos vosotros que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt. 11, 28).
A nosotros, por tanto, que hemos recibido el don inefable de la ordenación sacerdotal y que participamos así íntimamente con la obra de la salvación, ha sido concedido incluso compartir de modo cercano tal espera del Redentor y la alegría inmensa del encuentro con Él. Como María Santísima lo alumbró en la gruta de Belén, nosotros lo alumbramos en el corazón de los penitentes reconciliados y sobre el altar para su sustento y su compañía.
La gracia de esta mirada sobrenatural que abraza la completa existencia estará siempre acompañada incluso del “estupor” por el enfoque de toda libertad en el confesonario. Sobre todo cuando la libertad de una persona se “mueve”, nos encontramos siempre frente a un milagro al cual Dios mismo asiste.
La libertad que se pone en juego es siempre un misterio precedido, acompañado y sostenido de la gracia de Dios, y al mismo tiempo es un don para el mismo sacerdote confesor, que de la contemplación de este misterio recibe siempre una luz y una especial confirmación en el apostolado.
Esta mirada sobrenatural que permite ver los verdaderos protagonistas del humano discurrir –Dios que va a la búsqueda del hombre y el hombre que se deja encontrar por su Creador y Redentor– constituye también la fuente de toda auténtica caridad pastoral, así esperada por los fieles, recomendada siempre por la Iglesia, así ardientemente caldeada por el Santo Padre, desbordante de la herida del Corazón de Jesús.
Este Corazón brilla perennemente herido delante a todo sacerdote y arde en deseos de comunicar a cada pastor la gracia de una mirada renovada y del ardor de aquella caridad, que viene derramada en nuestros pobres corazones a través de la oración, que nos renueva en la misericordia y, finalmente, nos “sumerge” en la Eucaristía.
Queridos hermanos, verdaderamente apreciados, oremos mutuamente, sobre todo en estos días de preparación a la Santa Navidad, a fin de que, tanto para los penitentes, como para los confesores, en cada celebración del sacramento de la Reconciliación, la sonrisa del Niño Jesús se irradie transformante en sus almas. Y ¡gracias por todo aquello que hacéis como generosos canales del agua de la divina misericordia!
La Virgen Inmaculada, reflejo perfecto de la Caridad de Cristo y signo de segura esperanza en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, obtenga las gracias más necesarias a cada uno de nosotros y marque una verdadero y duradero “renacimiento” espiritual para todos los miembros del Cuerpo eclesial.
¡Santa Navidad!
Cardenal Mauro Piacenza
Penitenciario Mayor
14 de Diciembre, Domingo “Gaudete” del Adviento de 2014