«El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»1; con sus gestos y sus palabras, iluminó su dignidad altísima e inviolable; en Él mismo, muerto y resucitado, restauró la humanidad caída, venciendo las tinieblas del pecado y de la muerte; a cuantos creen en él abrió la relación con su Padre; con la efusión del Espíritu Santo, consagró la Iglesia, comunidad de los creyentes, como su verdadero cuerpo y le comunicó su propia potestad profética, real y sacerdotal, para que sea en el mundo como la prolongación de su misma presencia y misión, anunciando a los hombres de todo tiempo la verdad, guiándoles al esplendor de su luz, permitiendo que su vida sea realmente tocada y transformada.
En este tiempo tan problemático de la historia humana, al creciente progreso tecno-científico no parece corresponder un adecuado desarrollo ético y social, sino más bien una auténtica “involución” cultural y moral que, ajena a Dios −cuando no incluso hostil− es incapaz de reconocer y respetar, en todo ámbito y a todo nivel, las coordenadas esenciales de la existencia humana y, con ellas, de la vida misma de la Iglesia.
«Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (…), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo»2. También en el campo de las comunicaciones privadas y mediáticas crecen desmesuradamente las “posibilidades técnicas”, pero no el amor a la verdad, el compromiso en su búsqueda, el sentido de responsabilidad ante Dios y los hombres; se dibuja una preocupante desproporción entre medios y ética. La hipertrofia comunicativa parece revolverse contra la verdad y, consiguientemente, contra Dios y contra el hombre; contra Jesucristo, Dios hecho hombre, y la Iglesia, su presencia histórica y real.
Se ha difundido en los últimos años cierta “avidez” de información, casi con independencia de su fiabilidad y oportunidad reales, hasta el punto de que el “mundo de la comunicación” parece querer “reemplazar” la realidad, tanto condicionando su percepción como manipulando su comprensión. De esa tendencia, que puede asumir los rasgos inquietantes de la morbosidad, no es inmune, desgraciadamente, la propia estructura eclesial, que vive en el mundo y, a veces, asume sus criterios. También entre los creyentes, frecuentemente, se emplean preciosas energías en la búsqueda de “noticias” −o de auténticos “escándalos”− adaptados a la sensibilidad de cierta opinión pública, con finalidades y objetivos que no pertenecen ciertamente a la naturaleza teándrica de la Iglesia. Todo esto en grave detrimento del anuncio del Evangelio a toda criatura y de las exigencias de la misión. Hay que reconocer humildemente que a veces ni siquiera los miembros del clero, hasta las jerarquías más altas, están exentos de esta tendencia.
Invocando de hecho, como último tribunal, el juicio de la opinión pública, muy a menudo se publican informaciones de todo tipo, pertenecientes incluso a las esferas más privadas y reservadas, que inevitablemente afectan la vida eclesial, inducen −o al menos favorecen− juicios temerarios, lesionan ilegítimamente y de modo irreparable la buena fama ajena, y el derecho de toda persona a defender su propia intimidad (cfr. can. 220 CIC). Las palabras de san Pablo a los Gálatas suenan, en este escenario, particularmente actuales: «Pues vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para la carne […]. Pero, cuidado, pues mordiéndoos y devorándoos unos a otros acabaréis por destruiros mutuamente» (Gal 5, 13-15).
En dicho contexto, parece afirmarse un cierto preocupante “prejuicio negativo” respecto a la Iglesia Católica, cuya existencia es culturalmente presentada y socialmente explicada, por un lado, a la luz de las tensiones que pueden darse dentro de la misma jerarquía y, por otro, partiendo de los recientes escándalos de abusos, horriblemente perpetrados por algunos miembros del clero. Este prejuicio, ajeno a la verdadera naturaleza de la Iglesia, a su historia auténtica y al impacto real y benéfico que siempre ha tenido y tiene en la vida de los hombres, a veces se traduce en la injustificable “afirmación” de que la Iglesia, en ciertos asuntos, debería amoldar su ordenamiento jurídico a las leyes civiles de los estados en que vive, como única “garantía posible de corrección y rectitud”.
Ante todo esto, la Penitenciaría Apostólica ha considerado oportuno intervenir, con la presente Nota, para recordar la importancia y favorecer una mejor comprensión de aquellos conceptos, propios de la comunicación eclesial y social, que hoy parecen más extraños a la opinión pública e incluso a los ordenamientos jurídicos civiles: el sigilo sacramental, la reserva connatural al foro interno extra-sacramental, el secreto profesional, los criterios y los límites propios de cualquier otra comunicación.
1. Sigilo sacramental
Recientemente, hablando del sacramento de la Reconciliación, el Santo Padre Francisco quiso recordar lo indispensable y lo intocable del sigilo sacramental: «La Reconciliación, en sí misma, es un bien que la sabiduría de la Iglesia ha salvaguardado siempre con toda su fuerza moral y jurídica con el sello sacramental. Aunque este hecho no sea siempre entendido por la mentalidad moderna, es indispensable para la santidad del sacramento y para la libertad de conciencia del penitente, que debe estar seguro, en cualquier momento, de que el coloquio sacramental permanecerá en el secreto del confesionario, entre su conciencia que se abre a la gracia y Dios, con la mediación necesaria del sacerdote. El sigilo sacramental es indispensable y ningún poder humano tiene jurisdicción, ni puede reclamarla, sobre él»3.
El inviolable secreto de la Confesión proviene directamente del derecho divino revelado y hunde sus raíces en la misma naturaleza del sacramento, hasta el punto de no admitir excepción alguna en el ámbito eclesial ni, mucho menos, en el civil. En la celebración del sacramento de la Reconciliación está como incluida, de hecho, la esencia misma del cristianismo y de la Iglesia: el Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos y decidió implicar, como “instrumento necesario” en esta obra de salvación, a la Iglesia y, en ella, a los que Él ha elegido, llamado y constituido como sus ministros.
Para expresar esta verdad, la Iglesia siempre ha enseñado que los sacerdotes, en la celebración de los sacramentos, actúan in persona Christi capitis, o sea en la persona misma de Cristo cabeza: «Cristo nos permite usar su “yo”, hablamos en el “yo” de Cristo, Cristo nos “empuja a sí” y nos permite unirnos, nos une con su “yo”. […] Es esa unión con su “yo” la que se realiza en las palabras de la consagración. También en el “yo te absuelvo” −porque ninguno de nosotros podría absolver los pecados− es el “yo” de Cristo, de Dios, el único que puede absolver»4.
Todo penitente que humildemente acude al sacerdote para confesar sus pecados, demuestra así el gran misterio de la Encarnación y la esencia sobrenatural de la Iglesia y del sacerdocio ministerial, por medio del cual Cristo Resucitado sale al encuentro de los hombres, toca sacramentalmente −o sea, realmente− su vida y los salva. Por tal razón, la defensa del sigilo sacramental por parte del confesor, si fuese necesario usque ad sanguinis effusionem, representa no solo un acto de obligada “lealtad” al penitente, sino mucho más: un necesario testimonio −un “martirio”− dado directamente a la unicidad y a la universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia5.
La materia del sigilo está actualmente expuesta y regulada por los cáns. 983-984 y 1388, §1 del CIC y el can. 1456 del CCEO, así como el n. 1467 del Catecismo de la Iglesia Católica, donde significativamente se lee no que la Iglesia “establece”, por su propia autoridad, sino que “declara” −o sea reconoce como un dato irreducible, que deriva precisamente de la santidad del sacramento instituido por Cristo− «que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas».
Al confesor no se le permite, nunca y por ninguna razón, «descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo» (can. 983, §1 CIC), y «está terminantemente prohibido al confesor hacer uso, con perjuicio del penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya peligro alguno de revelación» (can. 984, §1 CIC). La doctrina ha contribuido, además, a especificar ulteriormente el contenido del sigilo sacramental, que comprende «todos los pecados tanto del penitente como de otros conocidos por la confesión del penitente, mortales o veniales, ocultos o públicos, en cuanto manifestados en orden a la absolución y, por tanto, conocidos por el confesor en virtud de la ciencia sacramental»6. El sigilo sacramental, por eso, se refiere a todo lo que el penitente se haya acusado, incluso en el caso en que el confesor no pudiese dar la absolución: cuando la confesión fuese inválida o por alguna razón la absolución no se diese, en todo caso el sigilo debe ser mantenido.
El sacerdote, en efecto, llega a conocer los pecados del penitente «non ut homo, sed ut Deus − no como hombre, sino como Dios»7, hasta el punto de que simplemente “no sabe” lo que se le ha dicho en sede confesional, porque no lo ha oído en cuanto hombre sino, precisamente, en nombre de Dios. El confesor podría, por eso, hasta “jurar”, sin ningún perjuicio para su propia conciencia, “no saber” lo que sabe solo en cuanto ministro de Dios. Por su peculiar naturaleza, el sigilo sacramental llega a vincular al confesor incluso “interiormente”, hasta el punto de que le está prohibido recordar voluntariamente la confesión y está obligado a suprimir todo recuerdo involuntario de ella. Al secreto derivado del sigilo está obligado también quien, de cualquier modo, haya llegado a conocimiento de los pecados de la confesión: «También están obligados a guardar secreto el intérprete, si lo hay, y todos aquellos que, de cualquier manera, hubieran tenido conocimiento de los pecados por la confesión» (can. 983, §2 CIC).
La prohibición absoluta impuesta por el sigilo sacramental es tal que impide al sacerdote hablar del contenido de la confesión con el mismo penitente, fuera del sacramento, «a menos que sea explícito, e incluso mejor si no se solicita, el consentimiento del penitente»8. El sigilo, por tanto, va más allá de la disponibilidad del penitente, el cual, una vez celebrado el sacramento, no tiene el poder de levantar al confesor la obligación del secreto, ya que ese deber viene directamente de Dios.
La defensa del sigilo sacramental y la santidad de la confesión nunca podrán constituir ninguna forma de connivencia con el mal, al contrario representan el único verdadero antídoto al mal que amenaza al hombre y al mundo entero; son la real posibilidad de abandonarse el amor de Dios, de dejarse convertir y transformar por ese amor, aprendiendo a corresponder concretamente con la propia vida. En presencia de pecados que suponen delitos, nunca está permitido poner al penitente, como condición para la absolución, la obligación de presentarse a la justicia civil, en virtud del principio natural, incorporado en todo ordenamiento jurídico, según el cual nemo tenetur se detegere. Al mismo tiempo, sin embargo, pertenece a la misma “estructura” del sacramento de la Reconciliación, como condición para su validez, el sincero arrepentimiento, junto al firme propósito de enmienda y no repetir el mal cometido. Cuando se presente un penitente que haya sido víctima del mal ajeno, será deber del confesor informarle respecto a sus derechos, así como acerca de los concretos instrumentos jurídicos a los que acudir para denunciar el hecho en foro civil y/o eclesiástico e invocar a la justicia.
Toda acción política o iniciativa legislativa destinada a “forzar” la inviolabilidad del sigilo sacramental constituiría una inaceptable ofensa a la libertas Ecclesiae, que no recibe su legitimación de los Estados, sino de Dios; constituiría igualmente una violación de la libertad religiosa, jurídicamente base de cualquier otra libertad, incluida la libertad de conciencia de los ciudadanos, ya sean penitentes o confesores. Violar el sigilo equivaldría a violar al pobre que hay en el pecador.
2. Foro interno extra-sacramental y dirección espiritual
Al ámbito jurídico-moral del foro interno pertenece también el llamado “foro interno extra-sacramental”, también secreto, pero externo al sacramento de la Penitencia. También ahí la Iglesia ejerce su misión y potestad salvífica: no perdonando los pecados, sino concediendo gracias, rompiendo vínculos jurídicos (como, por ejemplo, las censuras) y ocupándose de todo lo que respecta a la santificación de las almas y, por eso, a la esfera propia, íntima y personal de cada fiel.
Al foro interno extra-sacramental pertenece de modo particular la dirección espiritual, en la que el fiel confía su camino de conversión y de santificación a un determinado sacerdote, consagrado/a o laico/a.
El sacerdote ejerce dicho ministerio en virtud de la misión que tiene de representar a Cristo, conferida por el sacramento del Orden y ejercida en la comunión jerárquica de la Iglesia, por medio de los llamados tria munera: el deber de enseñar, de santificar y de gobernar. Los laicos en virtud del sacerdocio bautismal y del don del Espíritu Santo.
En la dirección espiritual, el fiel abre libremente el secreto de su conciencia al director/acompañante espiritual, para ser orientado y sostenido en la escucha y en el cumplimento de la voluntad de Dios.
Por esto, también este particular ámbito requiere un cierto secreto ad extra, connatural al contenido de las charlas espirituales y derivada del derecho de toda persona al respeto a su intimidad (cf. can. 220 CIC). Aunque de modo solo “análogo” a lo que sucede en el sacramento de la confesión, el director espiritual llega a conocer la conciencia del fiel en virtud de su “especial” relación con Cristo, que deriva de la santidad de vida y −si es clérigo− del mismo Orden sagrado recibido.
Como ejemplo de la especial reserva reconocida a la dirección espiritual, considérese la prohibición, sancionado por el derecho, de pedir no solo el parecer del confesor, sino incluso del director espiritual, con motivo de la admisión a las Órdenes sagradas o, viceversa, para expulsar del seminario a los candidatos al sacerdocio (cfr. can. 240, §2 CIC; can. 339, §2 CCEO). Del mismo modo, la instrucción Sanctorum Mater del 2007, relativa al desarrollo de las encuestas diocesanas o eparquiales en las Causas de los Santos, prohíbe admitir a declarar no solo a los confesores, en tutela del sigilo sacramental, sino también a los mismos directores espirituales del Siervo de Dios, también por todo lo que han sabido en el foro de la conciencia, fuera de la confesión sacramental9.
Dicha necesaria reserva será tanto más “natural” al director espiritual, cuanto más aprenda a reconocer y a “conmoverse” ante el misterio de la libertad del fiel que, por medio suyo, se dirige a Cristo; el director espiritual deberá concebir su misión y su misma vida exclusivamente ante Dios, al servicio de su gloria, por el bien de la persona, de la Iglesia y para la salvación del mundo entero.
3. Secretos y otros límites propios de la comunicación
De otra naturaleza respecto al ámbito del foro interno, sacramental y extra-sacramental, son las confidencias hechas bajo el sigilo del secreto, así como los llamados “secretos profesionales”, que tienen particulares categorías de personas, tanto en la sociedad civil como en la eclesial, en virtud de un especial oficio que realizan para los individuos o para la colectividad.
Dichos secretos, en virtud del derecho natural, siempre deben guardarse, «salvo −afirma el Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 2491− los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad».
Un caso particular de secreto es el “secreto pontificio”, que vincula en virtud del juramento ligado al ejercicio de determinadas tareas al servicio de la Sede Apostólica. Si el juramento de secreto vincula siempre coram Deo a quien lo ha emitido, el juramento ligado al “secreto pontificio” tiene cierta ratio ultima el bien público de la Iglesia y la salus animarum. Presupone que dicho bien y las mismas exigencias de la salus animarum, incluido el uso de informaciones que no caen bajo el sigilo, puedan y deban ser correctamente interpretadas solo por la Sede Apostólica, en la persona del Romano Pontífice, a quien Cristo Señor ha constituido y puesto como visible principio y fundamento de la unidad de la fe y de la comunión de toda la Iglesia10.
Por cuanto concierne a los otros ámbitos de la comunicación, sean públicos o privados, en todas sus formas y expresiones, la sabiduría de la Iglesia siempre ha indicado como criterio fundamental la “regla de oro” pronunciada por el Señor y recogida en el Evangelio de Lucas: «Lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos» (Lc 6,31). De tal modo, al comunicar la verdad o al callar sobre ella, cuando quien la pide no tiene derecho a conocerla, hay que conformar siempre la propia vida al precepto del amor fraterno, teniendo presente el bien y la seguridad ajena, el respeto de la vida privada y el bien común11.
Como particular deber de comunicación de la verdad, dictado por la caridad fraterna, no se puede dejar de citar la “corrección fraterna”, en sus varios grados, enseñada por el Señor. Sigue siendo el horizonte de referencia, cuando sea necesario y de acuerdo con lo que las circunstancias concretas permiten y exigen: «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad» (Mt 18,15-17).
En un tiempo de comunicación masiva, en el que toda información es “quemada” y con ella, a menudo desgraciadamente, también parte de la vida de las personas, es necesario volver a aprender la fuerza de la palabra, su poder constructivo, pero también su potencial destructivo; debemos vigilar para que el sigilo sacramental nunca sea violado por nadie y la necesaria reserva ligada al ejercicio del ministerio eclesial sea siempre custodiada celosamente, teniendo como único horizonte la verdad y el bien integral de las personas.
Invoquemos del Espíritu Santo, para toda la Iglesia, un ardiente amor por la verdad en todo ámbito y circunstancia de la vida; la capacidad de custodiarla íntegramente en el anuncio del Evangelio a toda criatura, la disponibilidad al martirio para defender la inviolabilidad del sigilo sacramental, y la prudencia y la sabiduría necesarias para evitar todo uso instrumental y erróneo de las informaciones propias de la vida privada, social y eclesial, que pueden volverse ofensivas para la dignidad de la persona y de la Verdad misma, que es siempre Cristo, Señor y Cabeza de la Iglesia.
En la celosa custodia del sigilo sacramental y de la necesaria discreción ligada al foro interno extra-sacramental y a los demás actos del ministerio brilla una síntesis particular entre dimensión petrina y mariana en la Iglesia.
Con Pedro, la esposa de Cristo custodia, hasta el fin de la historia, el ministerio institucional del “poder de las llaves”; como María Santísima, la Iglesia conserva «todas esas cosas en su corazón» (Lc 2,51b), sabiendo que en ellas reverbera esa luz que ilumina a todo hombre y que, en el sagrado espacio entre la conciencia personal y Dios, debe ser preservada, defendida y custodiada.
El Sumo Pontífice Francisco, en fecha 21 de junio de 2019, ha aprobado la presente Nota, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, desde la sede de la Penitenciaría Apostólica, el 29 de junio, año del Señor 2019, en la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles.
Mauro Card. Piacenza
Penitenciario Mayor
Mons. Krzysztof Nykiel
Regente
Versión en español de la redacción de vidasacerdotal.org, basada en la traducción de Luis Montoya para la página almudi.org.
1 Gaudium et spes, n. 22.
2 Benedicto XVI, Spe salvi, n. 22.
3 Francisco, Discurso al XXX Curso sobre el Foro Interno organizado por la Penitenciaría Apostólica (29-III-2019).
4 Benedicto XVI, Charla con los sacerdotes (10-VI-2010).
5 Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6-VIII-2000).
6 V. De Paolis – D. Cito, Le sanzioni nella Chiesa. Commento al Codice di Diritto Canonico. Libro VI, Città del Vaticano, Urbaniana University Press, 2000, p. 345.
7 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Suppl., 11, 1, ad 2.
8 Juan Pablo II, Discurso sobre el foro interno, 12-III-1994, n. 4.
En el original en esta nota a pie de página se remite a “Reconciliatio et Paenitentia, n. 31”, pero en la citada Exhortación Apostólica no aparece esta frase literal de San Juan Pablo II, sino en el Discurso mencionado (N. de Vidasacerdotal.org, basado en una indicación de la traducción que estamos manejando).
9 Cfr. Congregación para las Causas de los Santos, Sanctorum Mater. Instrucción sobre el procedimiento diocesano o eparquial en las causas de los santos (17-V-2007), art. 101, §2.
10 Cfr. Lumen gentium, n. 18.
11 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2489.