«La Eucaristía, manantial de santidad en el ministerio sacerdotal»
Queridos amigos sacerdotes:
La Jornada Mundial por la Santificación de los Sacerdotes, que se celebrarán en el gozoso clima de la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, me ofrece la oportunidad de reflexionar junto con vosotros sobre el don de nuestro ministerio sacerdotal, compartiendo vuestra solicitud pastoral por todos los creyentes y por la humanidad entera, y de manera particular por la parte del Pueblo de Dios que se ha confiado a vuestros respectivos ordinarios, de los que sois solícitos y generosos colaboradores.
El tema que quiero proponeros este año está en sintonía con la carta encíclica «Ecclesia de Eucharistia» que el Santo Padre Juan Pablo II quiso regalarnos el Jueves Santo del año pasado, vigesimoquinto aniversario de su pontificado y Año del Rosario: «La Eucaristía, manantial de santidad en el ministerio sacerdotal».
1. Creados para amar
«Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Levítico 19, 2). El libro del Levítico nos recuerda la gracia y la meta de todo creyente y, de manera particular, de todo ministro ordenado: la santidad, que es intimidad con Dios, amor sin reservas a la Iglesia y a todas las almas. La vocación sacerdotal es «esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden» (Juan Pablo II, exhortación apostólica, 33). El sacerdote está llamado, en sus propias circunstancias, allí donde Dios le ha colocado, a encontrar, conocer y amar a Cristo en el ejercicio de su ministerio y a identificarse cada vez más con Él. «Pastores dabo vobis»
Si, en la inminente solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, mantenemos nuestra mirada dirigida hacia el Señor, hacia su único, sumo y eterno Sacerdocio, ampliaremos nuestros horizontes más allá de las fronteras de nuestra vida cotidiana y enriqueceremos nuestra existencia con una dimensión más universal y misionera.
«Yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega» (Juan 4, 35). El eco de estas palabras del Señor resuena todavía hoy en nuestro corazón y muestran el inmenso horizonte de la misión de amor del Verbo encarnado, que se convierte en nuestra misión: la entrega como herencia a toda la Iglesia y, de manera específica, dentro de ella, a nosotros, sus ministros ordenados. ¡Es verdaderamente grande el misterio de amor del que nos hemos convertido en ministros, nosotros, los sacerdotes!
Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que ese mismo Jesús con el que los apóstoles habían vivido, habían comido y compartido el cansancio de cada día, sigue estando presente ahora en su Iglesia. Cristo está presente en ella no sólo porque sigue atrayendo hacia sí a todos los fieles desde ese Trono de gracia y de gloria que es su Cruz redentora (Cf. Colosenses 1, 20), formando con todos los hombres, de todo tiempo, un solo Cuerpo, sino también porque él está siempre presente en el tiempo y de manera eminente como Cabeza y Pastor, que enseña, santifica, y gobierna constantemente a su Pueblo. Y esta presencia se realiza a través del sacerdocio ministerial que él quiso instituir en el seno de su Iglesia. Por este motivo, todo sacerdote puede repetir que ha sido elegido, consagrado y enviado para que se vea la actualidad de Cristo, de quien se convierte en auténtico representante y mensajero (Cf. Congregación para el Clero, «Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, «Tota Ecclesia», 31.1.1974, n. 7).
La vida de Cristo de la que somos portadores, «Christo-foroi», es como el agua que discurre entre terrenos rocosos y áridos y que los hace fecundos. Con la venida de Cristo en el tiempo y en el espacio del hombre, la historia ha dejado de ser tierra árida, como se mostraba antes de la Encarnación, para asumir un significado y un valor de esperanza universal. «No podemos permitirnos dar al mundo una imagen de tierra árida, después de recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos pretender llegar a ser un único pan, si impedimos que la harina se transforme en un único pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros» (Cf. San Ireneo, «Adversus Haereses», III, 17, PG 7, 930; Juan Pablo II «Incarnationis mysterium», n. 4).
2. Con el corazón de Cristo
Lo que se necesita para alcanzar la felicidad no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado, como el de Cristo. El Corazón santísimo y misericordioso de Jesús, atravesado por una lanza en la Cruz, como signo de entrega total, es fuente inagotable de la verdadera paz, es manifestación plena de ese amor oblativo y salvífico con el que él nos «amó hasta el extremo» (Juan 13, 1), poniendo el fundamento de la amistad de Dios con los hombres.
La solemnidad de su Sagrado Corazón nos invita a la alegría de la caridad de entregarse a los demás: «¡Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas!» (Salmo 97, 1).
Queridos sacerdotes, los prodigios son nuestra vida, misterio de predilección divina y don de su misericordia, expresados de esta manera tan lograda por el profeta Jeremías: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí» (Jeremías 1, 5). No sólo el sacerdocio, también el camino de preparación a él es un don, que como dice san Pablo: «nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios» (Hebreos 5, 4).
A través del sacerdocio bautismal, todos somos servidores de Cristo. Como dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios, somos los servidores de la alegría de los hombres (Cf. 2 Corintios 1, 24). Pero el ministerio sacerdotal, lo recordamos con palabras de Pablo VI, «no es una profesión o un servicio cualquiera ejercido a favor de la comunidad eclesial, sino un servicio que participa de manera absolutamente especial y con un carácter indeleble en la potencia del sacerdocio de Cristo, gracias al sacramento del Orden» (Pablo VI, «Mensaje a los sacerdotes», 30 de junio de 1968, al clausurar el Año de la Fe).
Los hombres desean contemplar en el sacerdote el rostro de Cristo, encontrar en él a la persona que, «puesta en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Hebreos 5, 1), pueda decir con san Agustín: «Nuestra ciencia es Cristo y nuestra esperanza también es Cristo. Es él quien infunde en nosotros la fe con respecto a las realidades temporales y es él quien nos revela esas verdades que se refieren a las realidades eternas» (san Agustín, «De Trinitate», 13, 19, 24).
3. Mediante la Eucaristía, que es nuestra fuerza y esperanza
Los Evangelios nos hablan de la iniciativa de Cristo que, caminando sobre las aguas, lleva ayuda y consuelo a los apóstoles, que se encuentran en la barca agitada por las olas del Lago de Tiberíades (Cf. Mateo 14, 22-32).
Es una invitación a reavivar nuestra plena confianza en Cristo. Él también nos repite la exhortación dirigida a los navegantes: «¡Animo!, que soy yo; no temáis» (Mateo 14, 27) ¡No nos dejemos atemorizar por las dificultades, tengamos confianza en Él! La vocación sacerdotal, plantada con eficacia por Cristo en vosotros y acogida por vosotros con generosa humildad, como tierra fecunda, dará ciertamente frutos abundantes.
Como Pedro, salgamos al encuentro de Jesús salvador, fijando nuestra mirada en su rostro misericordioso: sólo la mirada del crucificado y resucitado, contemplado en nuestra oración y en la confesión sacramental, puede superar la fuerza de gravedad de nuestra poquedad, de nuestros límites y de nuestros pecados. San Juan Crisóstomo, al comentar este pasaje del Evangelio, lo recuerda afirmando: «Cuando falta nuestra cooperación, también la ayuda de Dios pierde su fuerza» (Comentario al Evangelio de san Mateo, n. 50).
Redescubramos en particular en la Eucaristía la verdad y la eficacia de las palabras y de la acción de Cristo. «Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?"» (Mateo 14, 31). La mano de Dios nos sostiene y las aguas oscuras, agitadas por nuestra soberbia y por el demonio perderán su poder. De la Eucaristía sacaremos la fuerza de la caridad de Cristo. En este sentido, en la carta encíclica sobre la Eucaristía, el Santo Padre escribe: «Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen» (Juan Pablo II , carta encíclica «Ecclesia de Eucharistia», 17 de abril de 2003, n. 60).
Dios os pide, sacerdotes diocesanos, misioneros y religiosos, que os entreguéis con entusiasmo en este sagrado ministerio, que redescubráis, especialmente en la Eucaristía, la belleza de vuestra vocación sacerdotal. Que cada quien se convierta en educador de vocaciones, sin tener miedo de proponer opciones radicales en la santidad.
Conscientes, como afirmaba el santo Cura de Ars, que «el sacerdote es el amor del corazón de Jesús» («Esprit du Curé d’Ars, M. Vianney dans ses catéchismes, ses homélies et sa conversation», édition de Téqui, Paris 1935, p. 117), ¿cómo no recordaros que no hay nada más alentador que un testimonio apasionado de la propia vocación? «El sacerdote -decía también san Juan María Vianney- es algo inmenso, que si él mismo lo comprendiera, se moriría» («Esprit...» o. cit., p. 113 ).
Como centinelas de la Casa de Dios que es la Iglesia, velemos para que en toda la vida eclesial de nuestras parroquias se reviva el encuentro con Cristo crucificado y resucitado. Evitemos los escollos del activismo en los que han naufragado en ocasiones los mejores programas apostólicos y pastorales, y por los que se han hecho áridas muchas vidas comprometidas en un servicio que no ha sido adecuadamente regado por la Palabra de Dios y por su presencia en la Eucaristía. Repitamos con las palabras del Santo Padre: «En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos» (Juan Pablo II, carta encíclica «Ecclesia de Eucharistia», n. 62).
Hagamos que los fieles cristianos revivan la experiencia del Cenáculo que, en cierto sentido fue el primer curso de formación de los apóstoles. En el Cenáculo el Maestro, después de haber instruido a los doce, les lavó los pies y, anticipando el sacrificio cruento de la Cruz, se entregó a sí mismo totalmente y para siempre en el signo del pan y del vino. En el Cenáculo, en espera de Pentecostés, los apóstoles se reunieron, perseverando en la oración, con un mismo espíritu en compañía de María, la madre de Jesús (Cf. Hechos 1, 14).
Este año se celebra el aniversario número 150 de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de María, proclamada por el beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1854. Invoquemos, por tanto, con particular confianza a la Bienaventurada Virgen Inmaculada. Pidámosle a ella, mujer «eucarística», que aliente siempre en nosotros el deseo de identificarnos plenamente con su Hijo, de ser «ipse Christus, alter Christus», para ser en todo lugar heraldos del Evangelio, expertos en humanidad, conocedores del corazón de los hombres de hoy, partícipes de sus alegrías y esperanzas, angustias y tristezas y para ser, al mismo tiempo, contemplativos, enamorados de Dios.
Dirijámonos a María, Reina de los apóstoles y Madre de los sacerdotes. Pidámosle que nos acompañe en nuestro camino ministerial, como acompañó a los apóstoles y a los primeros discípulos en el Cenáculo. Dirijámonos a ella, Estrella de la evangelización, con confianza para que por su intercesión el Señor conceda a cada quien el don de la fidelidad a la vocación sacerdotal. ¡Que la Inmaculada Concepción resplandezca en el centro de nuestras comunidades eclesiales y las transforme en un signo elevado entre los hombres, como «ciudad situada en la cima de un monte» y como «una lámpara sobre el candelero para que alumbre a todos» (Mateo 5,14-15)!