“Los sacerdotes a los que les gusta ser sacerdotes están entre los hombres más felices del mundo”. Estas palabras del sacerdote y sociólogo de Chicago Andrew Greeley me levantaron de la silla cundo las leí hace algunos años. “Andy, tienes razón -le escribí-. Puedo confirmarlo desde mi propia experiencia”.
Hijo y nieto de pastores de la Iglesia Episcopaliana, crecí en un mundo en el que el culto público y la oración privada formaban parte de la vida diaria tanto como el comer o el dormir. Desde los nueve años era niño de coro en la catedral de St. John the Divine de Nueva York, entonces una especie de versión de la catedral de Canterbury o de York en Inglaterra. Cantábamos los salmos en las Vísperas diarias y los domingos himnos y las partes musicales de la liturgia eucarística. Me encantaba.
A los doce años, supe que quería ser pastor. Cuando fui al internado me pidieron escribir un ensayo sobre “Lo que espero hacer dentro de veinte años”. Escribí sobre ser misionero en África. Esta idea a la que había dedicado previamente no un pensamiento pasajero, debió venirme del capellán de la escuela, un pastor de la Orden Anglicana de la Santa Cruz que realizó una misión en Liberia.
Cada vez que ayudaba en la Misa pensaba: “Un día yo estaré allí. Llevaré esas vestiduras. Diré esas palabras”. La idea de una vocación misionera pronto se desvaneció. Pero el sacerdocio nunca. Fui atraído hacia este objetivo como una aguja de acero a un imán hasta que doce años después lo conseguí. Celebrando mi primera Misa el 4 de abril de 1954 era tan feliz que recité todo el “Te Deum” en voz alta en la sacristía.
Durante seis felices años de ministerio parroquial, encontré en el sacerdocio todo lo que había esperado y más. Mi religión personal era “catolicismo sin el Papa”. Mis estudios me enseñaron que las afirmaciones papales de jurisdicción universal e infalibilidad eran añadidos ilegítimos a la fe de la antigua Iglesia Católica. Los panfletos populares católicos que afirmaban que el Papa era una especia de oráculo (una caricatura de la auténtica creencia católica) confirmaban mi rechazo de la infalibilidad papal así definida. Durante aquellos años, visité incontables iglesias católicas a ambos lados del Atlántico. Encontré las misas silenciosas y apresuradas, el latín (cuando lo podía oír) tan atropellado y desfigurado que podía haber sido chino, un descenso nada atractivo de la reverente liturgia anglicana que amaba, con plena participación de la congregación, incluyendo el canto ferviente de himnos que sigo extrañando hoy en día.
Siempre me di cuenta de que el anglicanismo era un castillo de naipes teológico. Pero era ‘mi’ casa. Estaba donde Dios me había colocado. Uno no deja el lugar que Dios le ha asignado sin muy serias razones. Hacerlo se convirtió en una posibilidad sólo cuando descubrí, durante un largo viaje europeo en 1959, que la Iglesia Católica tenía un rostro diferente de la única que conocí en Estados Unidos. Esto me lanzó a un periodo de atormentado estudio y reflexión, acompañado por larga oración diaria. Durante cerca de un año, los interrogantes sobre la Iglesia, y mi deber de conciencia, no estuvieron fuera de mi mente más de dos horas mientras estaba despierto.
Mi decisión final, en la Pascua de 1960, de dejar la Iglesia Anglicana, a la que amaba (me había llevado de la pila de bautismo al altar) y entrar en un mundo ajeno, que todavía tenía poco atractivo para mí fue la cosa más dura que nunca he hecho. Mirando hacia atrás años después (pero sólo entonces), reconocí que era lo mejor que había hecho nunca.
Me hice pastor por una sencilla razón: así podría celebrar la Misa. Hacerlo fue maravilloso la primera vez, hace casi 56 años. Es, si cabe, incluso más maravilloso hoy. Celebrar la Misa y alimentar al santo pueblo de Dios con el pan de vida es un privilegio que supera los méritos de cualquier hombre. Para prepararla, mi práctica durante años ha sido emplear media hora meditando en silencio sobre lo que dijo Dios a Moisés en la zarza ardiente: “descálzate porque el lugar que pisas es santo” (Éxodo, 3,5).
El sacerdocio tiene otras gratificaciones también. Está la alegría de predicar el Evangelio: alimentar al pueblo de Dios en la mesa de su palabra. Un himno evangélico define la tarea del sacerdote así: “Cuéntame la antigua, antigua historia/ De Jesús y su amor”. El Evangelio de Juan lo dice más brevemente, en palabras que una vez estaban puestas dentro de los púlpitos para que las viera el predicador: “Señor, quisiéramos ver a Jesús” (Juan, 12,21). Su historia, y las palabras de Jesús, nos levantan cuando estamos deprimidos, nos increpan cuando vamos por mal camino, y llenan nuestras bocas de risas y nuestras lenguas de alegría (usando las palabras del salmista) cuando al atardecer el amor de Dios nos cubre.
Está también la alegría del ministerio pastoral. Como tantos sacerdotes, he sido testigo de los milagros de la gracia de Dios en la gente a la que me dedico. Hace menos de diez años, un hombre vino a mi confesonario herido por un matrimonio fracasado. Entonces era católico sólo en Navidad y Pascua, hoy comulga todos los días y se confiesa con frecuencia. Cada sacerdote tiene historias como esta, muchas de ellas más dramáticas.
¿Han sido cada uno de mis casi 56 años de sacerdocio felices? Por supuesto que no. Esto no sucede en ninguna vida. Una viuda hablaba de la gente casada cuando me dijo: “Padre, cuando una sube al altar el día de su boda, no ve el Vía Crucis”.
El sacerdocio me ha traído sufrimiento y alegría. Durante siete años, estuve sin cometido y literalmente desempleado. Sujeto a un obispo alemán pero residente en San Luis, era como un oficial del ejército que ha sido separado de su regimiento. El sistema clerical no sabía qué hacer conmigo. La Iglesia por la que había sacrificado todo parecía no quererme. Sobreviví sólo con la oración. A todo el que me pregunta, sin embargo, si alguna vez me he arrepentido de mi elección del sacerdocio, respondo honesta e inmediatamente: Nunca, ni un solo día.
Escribiendo en abril de 2005 a mi ex profesor durante mis estudios de doctorado en Münster, Alemania, Joseph Ratzinger, para expresar mi alegría por su elección como Papa, y asegurarle mis oraciones, acabé la carta “En la alegría de nuestro común sacerdocio”. ¿Qué más se puede decir? Desde los doce años, el sacerdocio ha sido todo lo que siempre deseé. Si tuviera que morir mañana, moriría como un hombre feliz.
John Jay Hughes es sacerdote de la Archidiócesis de San Luis e historiador de la Iglesia y también es autor de doce libros y centenares de artículos. Este artículo es un extracto de sus memorias No Ordinary Fool: a Testimony to Grace (Editorial Tate): la historia de su difícil viaje hacia la Iglesia Católica. Fuente: Agencia Zenit, servicio del 21 de diciembre de 2009