La gente anda enferma de tristeza. A ratos sueñan con alegrías de plata, y mendigan el ritmo de una música epiléptica en la jarana, o el trance horrendo de la droga… Pero, poco a poco, las luces de todas sus fiestas se van apagando, y el pobre corazón vuelve a quedarse más solo, más poeta y más triste en penas. A los cristianos tristes habría que esconderlos hasta que se les pase. A los curas aproblemados y gruñones, sólo el sueño eterno les amansa. Unos y otros arruinan el cristianismo de las Bienaventuranzas, la fiesta que se lleva en el corazón, la que nunca se acaba…, la que llamamos Dios. ¡Cristo es un Dios alegre!
Hoy a nosotros, los pequeños Cristos rotos, nos queda hacer el nuevo milagro de la alegría en este mundo de tristes; llevar siempre un Magnificat en los labios, heredado de la Madre, y un Dios de la alegría bien metido en el corazón.
¡Cura! Sin salud, sin plata, sin coche ni móvil, sin viajes, sin aplausos, sin juergas, sin amores tapados, ni espacios escondidos…, llevas una orquesta de alegría en tu corazón, de pie, mirando las estrellas desde donde te habla Dios. Contagias a tu paso esa felicidad que Dios te da y que no se compra en la tierra.
Cura de Dios, vas curando a tu paso las penas de todos, y la gente vuelve a creer en los milagros. Todos quieren saber el secreto de tu alegría, y cómo se llama tu Dios. Los enfermos sonríen tanto, que hacen reír a los sanos; los pobres buscan a alguien con quien compartir su pequeño pan; los ricos empiezan a arruinarse entre risas como aquel Zaqueo, y las víctimas echan el brazo al hombro del verdugo y le hacen llorar al llamarle amigo, y así hasta mil…, a quienes les recuerdas mucho al Dios campesino de Nazaret.
A este paso por la tierra le llaman calle de la amargura. Quisiera cambiar este nombre. Cristo recorrió ese camino muy golpeado, pero nadie vio odio en su mirada, ni amargura, ni rencor. Iba mudo, pensando que los que le pegaban eras sus hermanos pequeños, en un mal día, cuando mataban al que más los quería.
Cura bueno de todos los días, que a la mañana coges a Cristo en las manos y lo miras con ternura, y al caer la tarde llevas alguna cruz; no la arrastres entre gemidos, haz de tu cruz una guitarra y llévala en volandas, y echa al vuelo tu mejor chiste en forma de cantar y suspirar… Aunque la voz te salga un poco quebrada, harás reír a los que, con su cruz, te siguen.
Y si alguno, desde la acera, te dice con burla: «Eres un olvidado de Dios», arráncate con tu mejor canto, que Dios te hará dentro del alma la segunda voz. Al oír la voz de los dos, saldrá al camino la mujer única de tu vida, a darte en un beso volado el cariño que tiene una madre por su cachorro, Santa María.
Fuente: Semanario Alfa y Omega, nº 486, Madrid 16 de febrero de 2006