La Epístola a los hebreos dedica un capítulo a alabar la fe de varios personajes del Antiguo Testamento. Son muchos los ejemplos de fe que el autor sagrado encuentra, tantos que debe afirmar: “Me faltaría tiempo si tuviera que hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los Profetas, que por la fe sometieron reinos, hicieron justicia, alcanzaron las promesas, cerraron bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, curaron de sus enfermedades, fueron valientes en la guerra y abatieron ejércitos extranjeros”. Y reconoce conmovido: “¡el mundo no era digno de ellos!” (Hb 11, 32-38).
¿Son solo ejemplos de la antigüedad, o los encontramos hoy? Pienso que en nuestros días podríamos citar muchos ejemplos de fe inquebrantable. Entre ellos destaca el de los sacerdotes. También ellos son campeones de la fe. Y a ellos se le puede aplicar que el mundo no es digno de ellos.
Porque ¿qué es, sino un ejemplo de fe, la vida entregada de tantos miles de sacerdotes que viven su vocación callada y silenciosamente sin esperar nada como compensación? ¿O el de esos sacerdotes que ejercen la caridad ante tantos necesitados, y a cambio reciben insultos o faltas de respeto en la calle sin que les importe demasiado? Muchos sacerdotes han visto flaquear a sus compañeros con los que quizá coincidieron en los mejores años de su seminario, pero eso les sirvió para hacer propósitos de mayor fidelidad a la gracia recibida de Dios. ¿Qué más ejemplos podría mostrar? Como le ocurrió al autor de la Epístola a los Hebreos, me faltaría tiempo para poner por escrito las virtudes de los sacerdotes.
Es cierto que hay sacerdotes que han traicionado sus compromisos ante Dios y la Iglesia, pero ello no hace sino aumentar el ejemplo de la fe de los demás sacerdotes (la inmensa mayoría) que son fieles a sus compromisos, a pesar de que reciben ante la opinión pública las salpicaduras de faltas que ellos no cometieron.
Podemos afirmar que el mundo no es digno de ellos: no es digno de tanta grandeza de ánimo, de tanta generosidad, de tanta entrega; y sin embargo, el mundo necesita sacerdotes. Necesita que haya hombres que administren los sacramentos, que hagan presente entre sus hermanos los hombres a Cristo en cada Misa, que consuelen a tantas almas destrozadas por el pecado y les otorguen el perdón en nombre de Dios. El mundo necesita a los sacerdotes y ellos lo saben. Por eso, seguirán en el mundo administrando los dones de Dios.
El mundo no es digno de los sacerdotes, pero ellos saben que no se debe a razones personales, sino a que ningún hombre es digno de recibir el don del sacerdocio. Ellos se sienten poca cosa. Pero esta consideración aumenta su fe recia, porque se sienten instrumentos de Dios, y saben que hacen mucho bien no por méritos propios sino por concesión gratuita de Él. Y piden cada día a Jesucristo ser más eficaces sin lucimientos personales, de manera que sea Dios quien aparezca.
Están en el mundo, aunque no pertenecen al mundo (cf. Jn 17, 14). Y son conscientes de que su misión es llevar al mundo la gracia de Dios. Saben que el mundo –no solo la entera humanidad, sino el pueblo o el barrio concreto donde ejercen su ministerio– no sería el mismo sin la presencia de los sacerdotes. Por eso no huyen ante los lobos que intentan arrebatar el rebaño.
Su meta no es el reconocimiento de los hombres, sino el cielo. Cuando Dios vuelva en su gloria y retribuya a cada uno por sus méritos, ellos serán exaltados. Entonces verán el fruto de su fe. Pero es justo que mientras llegue ese día los tengamos presentes.
Quien escribe estas líneas es sacerdote. Y se siente orgulloso de la fe de sus hermanos sacerdotes. Muchas veces me siento indigno de verme entre los demás sacerdotes, al ver la fe que ellos demuestran tener. Dios quiera que seamos fieles al don del sacerdocio.