Discurso pronunciado en Charleston (Carolina del Sur) el 15 de abril de 2003
Desde hace 16 meses, nos hemos acostumbrado a hablar en términos de Iglesia en crisis. La crisis causada por los abusos sexuales del clero y el mal gobierno episcopal es, según mi criterio de estudioso de la historia del catolicismo en Estados Unidos, la mayor crisis en la historia de la Iglesia en este país. Es así porque toca verdades que están en misma «constitución» de la Iglesia, tal y como dicha «constitución» nos ha sido dada por Cristo mismo.
Es por eso que resulta muy importante recordar que, en el mundo del pensamiento bíblico, la palabra «crisis» tiene dos significados. El primero es el sentido familiar de la palabra: una «crisis» es una agitación de cataclismo, un derrumbamiento de algo que parecía fijo y seguro. Y nosotros, ciertamente, estamos experimentando la «crisis» en tal sentido, en estos últimos 16 meses. Pero el mundo de la Biblia también considera la «crisis» como una oportunidad: un momento de maduración con el potencial para una conversión más profunda. Si la crisis-como-cataclismo se convierte en crisis-como-oportunidad en la Iglesia católica en Estados Unidos, entonces debemos reconocer que, en el fondo de la cuestión, la crisis de hoy es una crisis del ser discípulos; una crisis de fidelidad. Y el único remedio para una crisis de fidelidad es... fidelidad.
Cada crisis de la historia católica ha sido una crisis causada por una insuficiencia de santos, por un déficit de santidad. Puesto que la santidad es una vocación bautismal de todo cristiano, esta dimensión de la crisis nos toca a todos nosotros en la comunidad de los bautizados. Todos nosotros tenemos una responsabilidad de ayudar a convertir la crisis-como-cataclismo en crisis-como-oportunidad. Ejercitar tal responsabilidad requiere que todos nosotros, sea cual sea el estado de vida cristiano en que vivamos, examinemos nuestras conciencias y reflexionemos si estamos llevando profundas, intencionales y radicales vidas cristianas de discípulos, aventurándolo todo por el Señor, acordándonos cada día de qué es el Reino por cuya venida rezamos, y su Iglesia en la que desempeñamos nuestro servicio.
Aquí puede ayudarnos la escena evangélica de Jesús y Pedro en el Lago de Galilea. Cuando Pedro mantiene sus ojos fijos en el Señor, puede hacer lo que parece imposible, puede andar sobre las aguas. Cuando aparta su mirada de Cristo y comienza a buscar su seguridad en cualquier otra parte, se hunde. Nosotros también podemos hacer lo que parece imposible, si mantenemos nuestra mirada fija en Cristo. Cuando miramos a otra parte, nos hundimos. Esto es cierto tanto para la Iglesia como para cada cristiano individualmente. Y éste es el porqué la santidad es la respuesta a la crisis católica de hoy.
¿Qué es la santidad? La santidad es vivir en la verdad viviendo la verdad sobre la condición humana revelada por Cristo. Vivir en esta verdad, nos convierte en la clase de personas que puede vivir con Dios para siempre. Es por lo que el Santo Padre, hablando a los cardenales de Estados Unidos hace ya casi un año, decía que la crisis de hoy se gestó por una falta de vivencia y enseñanza de la plenitud de la verdad católica. Cuando fallamos al enseñar la verdad y al vivir la verdad, cuando sustituimos lo que Cristo nos ha revelado como la verdad, el camino y la vida, por lo que nosotros imaginamos que son nuestras verdades, no vivimos como los santos que estamos llamados a ser -los santos que debemos ser-, si vamos a vivir para siempre, en felicidad con Dios.
Esto, a su vez, significa que no puede haber reforma de la Iglesia sin referencia a la forma. Y la «forma» de la Iglesia ha sido establecida por Cristo, no por nosotros. La Iglesia es de Cristo, no de nosotros. No hemos creado la Iglesia; ni lo hicieron nuestros antepasados cristianos; ni los teólogos o asistentes pastorales, ni tampoco los donantes al fondo anual diocesano. La Iglesia ha sido, es, y siempre será creada por Cristo, que subrayó este punto cuando dijo a sus discípulos, «No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros» (Juan 15:16).
En el día de la misa crismal, ha sido costumbre durante siglos reflexionar sobre esa parte distintiva de la forma dada por Cristo a la Iglesia, que es el ministerio sacerdotal. Permitidme así algunas consideraciones sobre los sacerdotes y el sacerdocio.
Cuando en los primeros meses del 2002, escándalo tras escándalo rompían sobre la Iglesia católica en los Estados Unidos, se dijo con frecuencia, aunque no siempre se oyó ni divulgó, que hay decenas de miles de buenos y fieles sacerdotes en Estados Unidos, hombres que han guardado las promesas que solemnemente hicieron en el día de su ordenación y que han gastado sus vidas al servicio de Cristo y de la Iglesia. Esto es correcto. Considerar este hecho de la vida católica hoy no es, como algunos han sugerido, una evasión de las duras verdades que debemos afrontar y tratar; al menos no necesita ser una evasión.
El hecho de la fidelidad sacerdotal forma parte de la historia de la Iglesia católica de hoy tanto como los hechos de abusos sexuales del clero y de irresponsabilidad episcopal. La fidelidad de tantos sacerdotes es una gran gracia. También es un enorme recurso para al reforma del sacerdocio que es imperativa, si la crisis de hoy se va a convertir en una oportunidad para la reforma genuinamente católica. Tal reforma no puede significar convertir el sacerdocio católico en una imitación de los diferentes tipos de ministerio que se encuentran en otras comunidades cristianas. La reforma del sacerdocio católico no puede significar que los sacerdotes católicos se conviertan en algo más parecido al clero anglicano, luterano, presbiteriano, metodista, congregacionista o unitario. Sólo puede significar una reforma en la que los sacerdotes católicos se vuelvan más intensa, intencional y manifiestamente católicos.
Mientras que la mala conducta sexual del clero tiene muchas explicaciones dada la complejidad de las personalidades humanas, la realidad fundamental del abuso sexual del clero es la infidelidad. Un hombre que cree verdaderamente que él es lo que la Iglesia católica enseña –que un sacerdote es un icono viviente, una representación del sacerdocio eterno de Jesucristo, el Hijo de Dios- no puede comportarse como un depredador sexual. No puede comportarse de esa manera. Sí, peca. Sí, es una vasija de barro que contiene un gran tesoro sobrenatural. Puede hacer un sermón poco inspirado. Su elección de la música para la Misa dominical puede ser terrible. Puede resultar inepto en algunos de sus consejos. Pero no usa su cargo para seducir y abusar sexualmente de menores. Ni se involucra en otras formas de mala conducta sexual.
La Iglesia católica ha enseñado desde hace mucho tiempo que aquello que hace a un sacerdote hace posible lo que realiza en el altar, en el confesionario, en el púlpito, en la cabecera de un feligrés agonizante. De manera irónica, incluso paradójica, la verdad de esta enseñanza ha quedado clarificada por el escándalo del abuso sexual del clero. Si un hombre no cree en lo que es, por virtud de su ordenación, que hace presente en el mundo el sacerdocio eterno de Cristo, sus deseos pueden aplastar su personalidad, y una vida destinada a ser un don radical de sí misma puede convertirse en una perversa afirmación de sí misma, en la que su ministerio sacerdotal se vuelva un instrumento de seducción.
Los sacerdotes se hacen, no nacen. Aunque su ser discípulo pueda profundizarse durante el curso de su ministerio, un hombre debe ser un discípulo cristiano profundamente convencido antes de poder ser un sacerdote. El ser discípulo es el requisito para el sacerdocio. Un discípulo cristiano es alguien cuya vida se conforma por la convicción de que, al mirar la cruz de Cristo, se está viendo la verdad central de la historia humana: el amor de Dios por el mundo, que ha sido tan grande que Dios ha dado a su Hijo para su redención. Convencido de esto, un hombre ordenado sacerdote se vuelve otro Cristo, un «alter Christus», otro testigo de la verdad de que Dios piensa para la humanidad un destino más allá de nuestra imaginación: la vida eterna dentro de la luz y el amor de la Trinidad Santa.
Es por lo que el Papa Juan Pablo II ha insistido a lo largo de su pontificado en que el sacerdocio está en el servicio, no en el poder; el sacerdocio ministerial fomenta la participación y colaboración de todos los miembros del cuerpo místico de Cristo en la vida y la labor de la Iglesia. Para explicarlo de otra manera, el sacerdote debe convencerse de que la historia que la Iglesia cuenta no es sólo la historia de la Iglesia. Es la historia del mundo leída en su verdadera amplitud.
Un sacerdote debe creer que lo que ofrece el catolicismo al mundo no es otro producto de marca, en un supermercado de «espiritualidades», sino la verdad sobre él mismo, sus orígenes y su destino; no una verdad que es verdadera «para los cristianos», o una verdad que es verdadera «para los católicos», sino la verdad. El sacerdote católico que es un cristiano genuinamente convertido entiende plenamente que la verdad en este mundo emerge de muchas fuentes, incluyendo a otras comunidades cristianas, otras religiones mundiales, y los mundos de la ciencia y de la cultura. El sacerdote católico genuinamente convertido también entiende que todas las demás verdades tienden hacia la Verdad única, que es el Dios y Padre de Jesucristo. Esto es lo que él testimonia al mundo.
Por su ordenación y su voto de celibato, el sacerdote católico se coloca aparte del mundo por razón del mundo. En una cultura como la nuestra, su vida es un signo de contradicción para muchas cosas que el mundo imagina que son verdaderas. El sacerdote, sin embargo, no es un contestatario. Su ser diferente no es un fin en sí mismo, una indulgencia en su idiosincrasia. El sacerdote es un signo de contradicción de forma que el mundo pueda aprender la verdad sobre sí mismo y pueda convertirse. La apertura radical para servir a los demás, que debe manifestarse en una vida feliz y santa de sacerdote, es una lección viviente al mundo de que el darse a uno mismo, no el autoafirmarse, es el camino real para la prosperidad humana.
La obediencia del sacerdote a las verdades de la fe, y el poder liberador que le lleva a ser un hombre para los demás, recuerda al mundo que la verdad ata y libera al mismo tiempo. Vivido con integridad, el celibato del sacerdote es un poderoso testimonio de la verdad de que hay cosas dignas por las que morir, incluyendo la muerte a uno mismo. La renuncia del sacerdote del bien de la comunión marital y del bien de la paternidad física es un recordatorio de que estas dos cosas son, de hecho, bienes, y deben hacer posible en él una paternidad espiritual genuina y abundante.
Al enseñar las verdades de la fe católica, al santificar a su pueblo a través de los sacramentos, al gobernar con justicia aquella porción del pueblo de Dios confiada a su autoridad pastoral, el sacerdote católico hace posible que hombres y mujeres se vuelvan santos convirtiéndose en la clase de personas que pueden vivir con Dios para siempre.
Todo esto intenta preparar a hombres y mujeres para la vida eterna en perfecta comunión con los demás y con Dios. Intenta hacer mejores santos, para cooperar con Dios en el hacer santos de Dios. Para esto existe el sacerdote católico. Éste es el por qué y el cómo el sacerdocio ordenado enaltece y ennoblece el pueblo sacerdotal de Dios. Y es el por qué un sacerdote católico debe entenderse a sí mismo como lo que es: un icono viviente del eterno sacerdocio de Cristo y ordenar su vida, en todas sus facetas, de acuerdo a esta impresionante verdad.
Hace más de seis décadas, el padre Karl Rahner, uno de los arquitectos teológicos del concilio Vaticano II, se dirigió a una reunión de sacerdotes en el día en que renovaban sus votos a Cristo y a la Iglesia. Las palabras del padre Rahner son tan apropiadas hoy como entonces.
Aquí están, en una breve paráfrasis, como si él, un compañero sacerdote, se dirigiera a ustedes, sacerdotes que hoy renuevan los votos del día de su ordenación; como si él, a través de su ser compañero sacerdote, se dirigiera a todos nosotros, llamándonos a apoyar a estos hermanos ordenados al servicio de la Iglesia.
«Queridos Padres: Esta renovación de nuestra ordenación es labor de Dios en ustedes... El Espíritu que bajó sobre ustedes el día de su ordenación está aquí con ustedes, en este momento de la renovación de su ordenación. Quiere darse a sí mismo a ustedes incluso más íntimamente, quiere llenar los compartimientos ocultos de sus corazones, quiere vivir abarcando todas sus vidas.
«Éste es el Espíritu del Padre y del Hijo: el Espíritu de renacimiento y de la filiación divina de los hombres; el Espíritu que es también Señor de esta época; el Espíritu que transforma el mundo en un gran sacrificio de alabanza al Padre, de igual manera que ustedes por su poder cambian el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de la única víctima santa; éste es el Espíritu del testigo de Cristo, el Espíritu que condena el mundo del pecado, la justicia y el juicio; el Espíritu de fortaleza y consuelo; el Espíritu que vierte el amor de Dios en sus corazones y que es el compromiso y los primeros frutos de la vida eterna; el Espíritu que despierta nueva vida fuera del pecado y la oscuridad, y que incluye incluso al pecado en su misericordia; el Espíritu cuyos dones son amor, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, fidelidad, nobleza y castidad; el Espíritu de libertad y de valerosa confianza; el Espíritu que cambia todo y conduce todo en la muerte, porque es la infinitud de vida y nunca puede permanecer en la fría forma de una vida finita que no vaya a ir más allá; el Espíritu que, en medio del cambio y la decadencia, permanece eternamente y permanentemente el mismo; el Espíritu del sacerdocio de Jesucristo, que transforma las desamparadas palabras de la predicación humana en palabra y acción de Dios; el Espíritu que hace que el perdón sobre la tierra se convierta en reconciliación en el cielo; el Espíritu que convierte sus acciones en sacramentos de Cristo.
«Este Espíritu es el espíritu del día de su ordenación; este mismo Espíritu es el espíritu de la renovación de sus votos y de su sacerdocio. Si le permiten que venga plenamente a sus vidas, todo lo que ustedes son, y hacen y sufren, será consagrado en una vida sacerdotal. Por este mismo Espíritu contemplaron y amaron cada cosa en el día de su ordenación; por eso, nada puede soportar el fuego transformante del amor del Espíritu en su vida, con sólo que ustedes le dejen lugar, con sólo que ustedes digan: Hazlo, Oh Señor, ordéname de nuevo hoy».
A mediados de los años 30, cuando las sombras del totalitarismo se extendían por Europa, el Papa Pío XI decía unas palabras memorables: «Agradezcamos a Dios que nos hace vivir entre los problemas presentes. No se permite a nadie ser mediocre». Esta frase, una de las favoritas de Dorothy Day, puede también ser nuestro santo y seña en los meses y años venideros, mientras trabajamos juntos en la gran causa de la auténtica reforma católica. La superficialidad católica es mediocridad católica. Volviendo a descubrir y abrazar la aventura de la ortodoxia, la gran aventura de la fidelidad cristiana es la ruta desde la crisis a la auténtica reforma católica.
Todos fallamos, a veces de manera estrepitosa. Pero no es razón para bajar el listón de lo que se espera. Buscamos el perdón y la reconciliación, y lo intentamos de nuevo. Bajar el listón de la esperanza espiritual y moral degrada la fe y nos degrada. Los católicos de hoy son capaces de grandeza espiritual y moral, y con razón están llamados a esta grandeza. Esto es lo que quiere decir el Vaticano II con la «llamada universal a la santidad», y esto es lo que está a nuestra disposición en la Iglesia, a pesar de los malos pasos que la institución de la Iglesia dé.
La santidad está disponible. Y la santidad es lo que transformará la crisis-como-cataclismo en crisis-como-oportunidad. En la llamada universal a la santidad, y en la generosa respuesta a la misma que puede venir después, yace el futuro de la reforma genuinamente católica. Así, una vez más: «Agradezcamos a Dios que nos hace vivir entre los problemas presentes. No se permite a nadie ser mediocre».
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