El pasado fin de semana tuve la dicha de asistir a la primera misa solemne de un buen amigo que se ordenó como sacerdote en mayo de 2004, en Roma, Italia. Además de haber podido disfrutar la homilía, brillante, reflexiva y santa, que pronunció otro miembro de la prelatura personal a la que pertenece el nuevo hijo de la Iglesia Católica, en la que resaltó la vocación de René al llamado de Dios para entregar su vida al sacerdocio, la ocasión me permitió reflexionar sobre el rumbo que cada uno de nosotros elige para su vida, y cómo el presente, aunque muchas veces no se ve, ni se comprende, construye y marca lo que será nuestro futuro.
Cuando conocí al padre René, tenía yo 19 años. Apenas iniciaba mi carrera universitaria como estudiante de Derecho y empezaba a conocer la vida del abogado, como procurador auxiliar en la otrora Procuraduría General de Pobres. Para ese entonces, este nuevo sacerdote estudiaba Ingeniería Química en una universidad privada. Desde entonces, las acciones de su presente estaban dirigidas a construir su futuro. No era como los demás, que muchas veces nos ocupamos más en el pasado o en el futuro, olvidando construir, con nuestras acciones de hoy, el mañana que pretendemos obtener para el bienestar de aquellos que dependen de nosotros.
El padre lo tenía claro: estudiaba una carrera universitaria, pero también dedicaba tiempo a la “Obra de Dios”, orientando a los jóvenes, dirigiendo actividades deportivas y académicas que alejaban a los muchachos del ocio y la tentación, propias de todo adolescente; además de cumplir con sus hábitos religiosos que, sin ser sacerdote, él ejecutaba celosa y disciplinadamente.
Cuando lo vi en la misa, consagrando el vino y el pan, extendiendo sus manos para que todos sus amigos le rindiéramos honores por convertirse en un nuevo hijo predilecto de la Iglesia, recordé el pasado de René, en aquel entonces su presente, hoy su futuro hecho realidad. En la frase “serás sacerdote para toda la vida”, todos vimos culminada una trayectoria que llevó a nuestro amigo, por la universidad, por Roma y, finalmente, por el camino de la santidad.
Es cierto que cuando se es joven, raramente se puede visualizar el futuro. Comúnmente se vive el hoy, alegre, con los amigos del colegio o la escuela, despreocupado de la vida. Por supuesto que no para todos la historia es la misma. Otros no logran ver el futuro, no porque lo tengan todo, sino porque no tienen nada, no tienen esperanza. Sus padres están separados, o muertos, o lejos de ellos, probando mejor suerte en un país extraño.
Ésa es la historia de muchos de nuestros jóvenes. Tienen que trabajar para estudiar, o a lo mejor lo hacen para vivir y contribuir al sostenimiento del hogar. La preocupación del cómo sobrevivir hoy crea una barrera para ver el mañana. Unos, entonces, porque lo tienen todo, y otros porque carecen de esperanza, no cultivan en el presente lo que en el futuro les puede ayudar a la autorrealización personal.
En tan solo una semana he podido convivir con varias historias. Un amigo que culmina su camino hacia la santidad; otro que consigue cambiar de trabajo y ver un futuro más prometedor; otro más que acepta el reto de trabajar, aunque su área de especialidad es distinta a la que le han ofrecido; un par de amigos más que no tienen trabajo y están pensando seriamente emigrar a los Estados Unidos y, finalmente, unos cuantos niños que juegan con libertad en un pueblo en el occidente del país, despreocupados de la vida, pensando que los trompos que hacen girar en las calles empedradas son el juguete más valioso de este mundo.
Para todos ellos hay una historia que escribir con sus acciones, con su libre albedrío, pero también es necesaria la acción conjugada del Gobierno y los políticos. Son estos últimos los que deben contribuir a construir sueños, esperanza, certidumbre; ésa es la tarea de un líder. Cuando se está en el gobierno, se comprende bien ese compromiso. Una audiencia no concedida, una carta no atendida, una llamada no correspondida, un estudio no elaborado, una tarea no ejecutada, un descuido negligente, una pérdida de tiempo en un trámite, puede convertir los sueños y la esperanza de un niño, de un estudiante, de un adolescente, de una madre embarazada, de un pequeño empresario; en añicos y evitar que el presente construya su futuro.
Los funcionarios debemos ser eso precisamente: constructores de esperanza, facilitadores en el presente y puente para el futuro. Unos, por vocación, y otros, por un salario; los funcionarios estamos obligados a trabajar diariamente por aquellos a los que el desarrollo humano aún les es ajeno; también debemos hacerlo para que aquellos que han sido dotados con el don de la creatividad sigan generando riqueza, empleo, servicios de calidad y un país cada vez más competitivo. Eso se logra con trabajo, con esfuerzo, respondiendo a las necesidades ciudadanas y exigiendo el respeto de la ley. René no habría sido sacerdote sin la disciplina que lo distinguió; es cierto que el llamado de Dios llegó, pero para ello labró día a día su futuro y la orden religiosa que le abrió las puertas le orientó y facilitó el camino. Ese es el símil que deberíamos utilizar todos: trabajar para superar nuestras limitaciones, encontrar nuestra vocación, luchar por ella y exigir a los gobernantes las oportunidades necesarias para concretar nuestro futuro.
El autor es Secretario de Asuntos Legislativos y Jurídicos de la Presidencia de la República.
Fuente: El Diario de Hoy, San Salvador (El Salvador), 14 de septiembre 2005
Artículos relacionados: Carta a las madres de los sacerdotes,
y Carta a los neosacerdotes.