Vida Sacerdotal - Sacerdocio femenino o sacerdocio para los varones

¿Va contra los derechos de la mujer el sacerdocio del varón?

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Contra la restricción del ministerio sacerdotal y episcopal al varón –que la Declaración Inter insigniores (1976) consideró basado en la tradición de la Iglesia universal– se objeta hoy, sobre todo, que, con ella, se atenta contra la fundamental igualdad del varón y de la mujer en cuanto al derecho y a la dignidad. El concilio Vaticano II confirmó expresamente1 esa igualdad de derechos fundamentales para toda persona humana, expresada en los documentos primitivos del mundo norteamericano en fase de formación basados en la fe cristiana sobre la creación: «Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión»2. La declaración sobre el ministerio sacerdotal menciona ese texto, pero ¿no lo contradice?

Para poder responder a esa pregunta debemos esclarecer los términos implicados en ella; hay que poner en claro qué es un derecho fundamental y qué el sacerdocio. Sólo entonces podremos averiguar si el sacerdocio forma parte de los derechos fundamentales, en los que una discriminación entre los sexos es “contraria al plan de Dios”. Sin necesidad de perdernos en difíciles discusiones sobre la cuestión de los derechos fundamentales, podemos constatar que históricamente se dan dos formas principales en las que emerge la idea de los derechos fundamentales. El tipo anglosajón con su fundamentación cristiana ha sido mencionado ya antes. Podríamos caracterizar de la siguiente manera su núcleo: el concepto del derecho fundamental está inseparablemente unido a la idea de creación. Porque solo la creación puede cimentar exigencias anteriores a toda institución histórica y ligarlos de antemano. Por consiguiente, derechos fundamentales son, en primer lugar, aquellas exigencias del ser humano que derivan del provenir de la creación. Los derechos fundamentales son derechos de la creación. Precisamente de ahí se sigue su igualdad inalienable y su estricto carácter de exigencia para todo lo que lleva rostro humano.

Con la Declaración de la Revolución Francesa hace su aparición –frente al primero– un nuevo tipo de “derechos del hombre” que ha ido acercándose a su claridad plena en el curso del tiempo y arrincona hoy más y más al tipo de acuñación cristiana. Según este tipo, el derecho aparece corno pura disposición del hombre. Desde su concepción de la configuración más funcional de la convivencia humana bosqueja él lo que debe tener vigencia corno derecho. Se presupone aquí que el hombre –al que ninguna voluntad divina precede– dispone plenamente de la realidad y, en la medida del despertar de su inteligencia, se asigna la tarea de buscar la configuración más racional y, por ende, óptima de la realidad. La disposición del derecho es entonces un medio para dominar racionalmente el mundo. La racionalidad humana es la fuente del derecho formado por la voluntad mayoritaria y corregido de continuo. La racionalidad se contrapone aquí a la autoridad. Porque aquí se decide de continuo sobre todo por la ley de la mayoría; es recto y justo que todos participen por igual en el proceso de la formación de la opinión. Resumiendo, podemos decir que la idea de los derechos fundamentales deriva o de la creencia en la creación o de la idea de la factibilidad del mundo y de su funcionalidad acorde con la razón humana. No es preciso señalar expresamente que el Concilio Vaticano II echó mano solo del primer tipo de la idea de derecho fundamental. Tampoco están aquí en debate las diferentes consecuencias que derivan de ambos enfoques.

El cardenal Joseph Ratzinger¿Con qué nos encontramos si aplicamos a la cuestión del sacerdocio este modelo? Ante todo, debería ser claro que el sacerdocio cristiano no es algo que, como tal, deriva inmediatamente del orden de la creación y que caiga en suerte al hombre por su condición de tal. Si se quiere hablar en sentido amplio de un sacerdocio de la creación, entonces éste es propio del hombre y de la mujer en un modo respectivamente específico: en su unidad-dualidad, ambos están llamados a convertirse, el uno para la otra y viceversa, en puentes hacia el Creador. Como personas humanas, están llamados a proseguir con el testimonio de la creación y a concordar en aquel mensaje que recorre toda la creación: «Los cielos proclaman la gloria de Dios...» (Sal 19, 2). Dicho de otra manera: el hombre –varón y mujer– está llamado a consumar la adoración muda de la creación y a reconducir a ésta a su origen. Pero de nada de esto se trata aquí aunque no es desatinado mencionar esa vocación original del hombre que la fe no ha abolido, sino profundizado y concretado. Afirmamos, por tanto, que el sacerdocio cristiano no se sigue de la creación, ni tiene nada que ver con cierta especie de igualdad de oportunidades sobrenaturales del hombre ante su meta eterna. Como se sabe, Agustín llegó incluso a pensar que el sacerdocio, con su inmensa responsabilidad, es más un obstáculo para la salvación que una facilitación de ésta3. Así, en un primer examen de esta cuestión se impone la sospecha de que, en la cuestión del sacerdocio, el afán de los derechos humanos delata un achatamiento del sentido para lo "sobrenatural”, para lo nuevo, inderivable y específico del cristianismo.

Pero quizás se argumenta que con todo esto se desconoce por completo el sentido de la argumentación. En modo alguno pensamos en reclamar el sacerdocio como orden de la creación. La afirmación de la igualdad no se refiere solo a realidades que pertenecen a toda persona, sino también a la exclusión de desventajas a causa del sexo, nada más y nada menos. De hecho, la asignación paritaria del sacerdocio al hombre y a la mujer es sostenida precisamente en círculos de la Reforma que distan mucho de pensar que el ministerio sacerdotal deriva de la creación. En tal argumentación se da por sentado que el sacerdocio es una de las oportunidades profesionales que ofrece la institución Iglesia y que, por tanto, forma parte de los derechos que ella debe otorgar observando el principio de igualdad. En otras palabras, el sacerdocio aparece como una institución de la Iglesia que debe regirse según los puntos de vista de la utilidad y observando la igualdad de oportunidades. Entonces se concibe a la Iglesia misma como un aparato que funciona; y se capta desde la perspectiva del concepto jurídico de la Ilustración su relación con el derecho. Si la realidad fuera ésa, es decir, si el sacerdocio fuera una oportunidad que la Iglesia debería otorgar y reglamentar libremente, entonces la oportunidad estará respaldada por un derecho, y el bloqueo del ministerio sacerdotal a las mujeres sería un caso claro de aquella discriminación negativa “por motivos de sexo” que el concilio Vaticano II quiso combatir de forma expresa.

Pero, ¿es eso así? Confluimos con esto en la segunda cuestión apuntada antes, la de qué es el sacerdocio según su naturaleza. De entrada, cabría dar una respuesta sencilla: según la tradición de la fe católica (que tal vez difiera en parte de concepciones de la Reforma), el sacerdocio es un sacramento. Y eso significa que no es simplemente una profesión que la “institución” Iglesia puede manejar a su antojo, sino que es algo anterior a ella y sustraído a sus competencias. El sacramento es a la Iglesia corno los derechos de la creación al legislador civil. Precisamente así resulta cognoscible lo especifico y distinto de la “institución” Iglesia frente a instituciones seculares de todo tipo y nivel. Por un lado, el sacramento edifica la “institución” Iglesia de forma que ésta en modo alguno es solo “institutio” desde el sacramento, realidad instituida sui generis. Por otro lado, el sacerdocio no forma parte del campo en que la Iglesia puede maniobrar en el piano institucional, sino que señala a su autodisposición el límite en el que su cometido básico debe ser la fidelidad a lo transmitido. El conflicto en torno a la cuestión de reformar las condiciones de acceso al ministerio sacerdotal se revela aquí, en último término, corno una disputa entre una concepción funcionalista del derecho y la concepción sacramental de la Iglesia. De momento, podemos dejar de lado la cuestión de si la victoria total del funcionalismo que facilita todos los derechos a la institución y convierte la racionalidad planificadora en única medida determinante termina por ser una victoria de la mujer y de sus derechos. Volveremos luego sobre esto. De momento, baste con constatar que la Iglesia no dispone a capricho de sí misma, y que el sacerdocio no es una oportunidad que ella pueda conceder en virtud de su propia plenitud de poder. No hay que valorar el sacerdocio como una oportunidad o como un derecho. Debemos verlo, más bien como una vocación que nadie puede exigir corno derecho, si bien esa vocación no puede alcanzar la plenitud de su desarrollo sin el Sí admisor de la Iglesia. Sin duda, forma parte del evento de la vocación la llamada por medio de la Iglesia, pero el llamamiento de la Iglesia solo puede edificar sobre la llamada proveniente de Dios; y con anterioridad existe la estructura básica de la tradición sacramental como una de las medidas para esa llamada.

Ahora cabría objetar: ¡De acuerdo! La Iglesia no inventa los sacramentos, sino que le vienen dados. Pero ella cuenta con un considerable margen de maniobra en lo tocante a su configuración. Y de lo que se trata aquí es de aprovechar al máximo ese margen, pues nada demuestra que la masculinidad del sacerdocio forme parte de su sustancia inmutable; y todo indica que aquí se trata de una concesión –ya caduca– a la mentalidad de entonces. ¡Bien! Es cierto que nadie puede demostrar con una concluyente necesidad metafísica que lo tocante al sacramento es así y solo así. Quien afirme eso, se excede. Lo apunta con razón la declaración Inter insigniores (n. 5). Ella no pretende aducir una prueba de la que se siga que eso tiene que ser así, sino que trata de comprender que el hecho, en cierto modo contingente, resulta razonable desde el entramado interno de la fe. Pero esa contingencia forma parte del estilo arquitectónico de la fe cristiana, que se basa en una historia de salvación y, por tanto, en lo casual que bien podría haber sido de otro modo. Nadie puede demostrar que el Logos de Dios pudiera encarnarse sólo en Palestina y sólo en tiempos del emperador Augusto. Por principio, cabe pensar que el escenario podría haber sido bien distinto. Nadie puede demostrar que el cristianismo debía propagarse enseguida a Europa, etc. J.J. von Allmen, teólogo evangélico, ha expuesto con mucha belleza estas ideas respecto de los elementos eucarísticos: en realidad, ¿por qué la Iglesia debe celebrar en todo el mundo y por todos los tiempos la Cena del Señor con los alimentos típicos de la cuenca del Mediterráneo? La respuesta está en que «la iniciativa para la Última Cena no proviene de la Iglesia, pues Cristo mismo es el que prepara la mesa... Y si es él el que invita a la mesa, es lógico que sea también él el que elige los manjares... El Hijo eterno de Dios vino al mundo como Jesús de Nazaret para traer la salvación a todos los hombres. Cuando él se convirtió en ese ser judío... invitó a los hombres a asumir que no es posible conocerle sino en ese tiempo muy pretérito... Porque, en cierto sentido, uno tiene que hacerse judío si quiere ser cristiano, por eso hay que respetar esos elementos..., es decir, pan y vino…».4 La atadura a esta historia, la vinculación a la concreta voluntad salvifica de Dios tal como ella se configuró en esta historia, es un elemento esencial del sacramento. En la fidelidad a lo «casual» se realiza la vinculación a lo necesario de la actuación de Dios con nosotros. Ahí reside también el límite nítido de la configuración eclesial en el ámbito de los sacramentos, de la que la declaración Inter insigniores habla con mucho énfasis en el n. 4. La Iglesia configura; pero modela lo que le ha sido dado. En último término, sólo ella puede distinguir entre la sustancia y lo mutable; mas precisamente en ese distinguir experimenta ella su atadura. Por lo demás, la mencionada Declaración expuso de manera convincente que es del todo desatinado el argumento de que Israel, Cristo y los Apóstoles se hubieran plegado aquí a necesidades impuestas por la historia de su tiempo (n. 2 v 3). L. Bouyer expuso aún con mayor profundidad esas conexiones; y, con su manera drástica, dijo acerca de la afirmación de una decisión basada en la mentalidad de aquel tiempo: «Uno cree soñar cuando oye que dicen cosas tan imposibles personas que se tienen por ilustradas y sin prejuicios.5 «Una argumentación de ese tipo es de una incongruencia sin par».6

Afirmamos, pues, que el sacerdocio no es una oportunidad y, por consiguiente, tampoco le corresponde un derecho. Desde el punto de vista de la teología, el sacerdocio no es un privilegio de alguien sino, como sacramento, expresión de la fidelidad histórica de la Iglesia a su origen, que –en su «figura casual» histórica– es expresión concreta de la actuación de Dios con los hombres. Pero debemos añadir que, a fin de que esas afirmaciones teológicamente inobjetables convenzan de hecho, también el sacerdocio en su figura empírica debe concordar con su idea teológica y ser liberado continuamente de su apariencia de privilegio que, por lo demás, ha dejado tras sí de la forma más clara históricamente donde ha sido vivido con pureza: en las misiones, en todos los emisarios del amor divino que se consumen y desgastan por completo en pro de la palabra.

Quizás podríamos darnos por satisfechos con lo dicho, pero con ello no hemos agotado el concepto de sacramento. Este es por naturaleza representación simbólica, actualización de una realidad oculta en símbolos. Solo con ello resulta plenamente clara su antítesis a una imagen del mundo ilustrada y funcionalista.

Para la inteligencia racionalista, todo lo existente es básicamente “material” que el hombre pone en funcionamiento y a su servicio como función. La igualdad de todo lo real se basa en su total funcionalidad o en que “función” se convierte en la única categoría del pensamiento y de la acción. Frente a eso, el sacramento conoce previas estructuras simbólicas de la creación que contienen en sí un aserto irrevocable. A esa concepción de la realidad pertenece también la posición simbólica de hombre y mujer; ambos tienen el mismo derecho e igual dignidad, pero cada uno con un aserto distinto. Pero eso es lo que precisamente no puede tolerar el funcionalismo, que debe dar por sentada para su total factibilidad también la igualdad total en la que todo recibe su designación del hombre actor. L. Bouyer señaló con razón que este tipo de igualdad uniformadora incluye en realidad el dominio exclusivo de la forma masculina y establece la igualdad mediante la negación.7 Es significativo que los dos predicados en los que se expresa de modo irreversible el modo y dignidad especiales del ser femenino –virginidad y maternidad– sean difamados hoy con una virulencia sin precedentes y convertidos en objeto de chanza. En otras palabras: las dos maneras básicas de un ser humano en las que la mujer representa de un modo concedido sólo a ella la altura del ser humano se han convertido en términos prohibidos; y el que les da un tratamiento positivo se convierte por ello en sospechoso de oscurantismo. Eso significa que en esa forma de idea de la igualdad está prohibido, en último término, lo especial del ser femenino, y que se da ahí una masculinización de proporciones sin par en cuyo centro es posible reconocer sin dificultad un rasgo maniqueo: el hombre se avergüenza de lo sexual, de su condición de varón y de hembra, que se sustrae a la plena planificabilidad y configurabilidad racional y lo ata a su procedencia acorde con la creación. Por tanto, se reduce de modo consciente lo sexual a lo puramente biológico, y se trata a esto como no perteneciente de suyo a la humanidad (que significa “racionalidad”): el negocio libertino con el cuerpo es en lo más profundo una burla maniquea del enraizamiento biológico de la persona humana que debe ser excluido de lo humanum. Esta hybris maniquea del espíritu va a costa de la mujer: la encarnación del espíritu, que constituye lo singular de lo humanum, lo específico de este hombre que es criatura de Dios, esa encarnación del espíritu aparece en su forma radical e insuperable en el varón. Es más fácil reducir la paternidad a un segundo plano biológico que la maternidad. Para él resulta mucho más fácil huir de la condición vital de la creación a la emancipación ficticia de la racionalidad productora que para la mujer. Como desgarro de lo humano, corno negación de la criatura hombre, la hybris maniquea es, ante todo, la negación de la condición femenina de la mujer. Tras la máscara de la emancipación, de la igualdad de derechos establecida finalmente, se esconde la asimilación total y la negación del derecho a ser una mujer y, precisamente así, de modo supremo un ser humano.8 Cierto que con ello no se niega que se den desventajas reales ni que haya una lucha justificada por la igualdad de oportunidades. Lo amenazante está en que lo justificado puede servir fácilmente de vehículo para lo falso y destructivo.

¿Qué tiene que ver todo esto con nuestro tema? Sería demasiado simple querer imputar directamente tales peligros a la cuestión del sacerdocio de la mujer. No se trata de eso. Es importante, más bien, contraponer a la funcionalidad la representación simbólica corno límite de la funcionalidad. De lo dicho hasta ahora debería resultar claro que la defensa de la representación simbólica, que subyace en la decisión de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es precisamente la defensa de la mujer que se requiere precisamente hoy y, en ella, la defensa de la persona como ser humano frente a las totalitarias pretensiones tecnocráticas y a su desprecio de la creación. En contra de lo que pueda parecer a primera vista, se trata aquí precisamente del derecho de la mujer a ser ella misma no en una cuestionable igualación que interpreta el sacramento como carrera convirtiéndolo en plato de lentejas que no merece la pena negociar. Sin duda hay que añadir una vez más que las más bellas perspectivas resultan faltas de credibilidad, incluso falsas, si los hechos de la vida eclesial no concuerdan con ellas, si el sacerdocio se convierte en una carrera y si el servicio de la mujer no encuentra su espacio propio, su propia magnitud y dignidad en la Iglesia. Esa es la tarea importante que plantea a la Iglesia de hoy la declaración Inter insigniores.

Fuente: L'Osservatore Romano, edición en español, 10 de abril de 1977, pp. 9-10.


1 Cf. W. Wertenbruch, «Menschenrechte», en: RGG II 3, 869s.

2 Gaudium et spes, n. 29.

3 Cf. el conocido pasaje Sermo 340, 1 (PL 38, 1483), citado en Lumen gentium 32: «Cuando me aterra lo que soy para vosotros, entonces me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros, en efecto, soy Obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es el nombre del cargo, este el de la gracia; aquél, el del peligro: este el de la salvación».

4 J.J. von Allmen, Ökumene im Herrenmahl, Kassel 1968, 45s. Von Allmen termina por privarse del fruto de su intuición cuando trata de fundamentar de un modo u otro la discrecionalidad.

5 L. Bouyer, Mystère et ministère de la femme, París 1976, 12.

6 Ib., 21. Cf. también p. 23: «Con torio, en nuestro caso, el abrumador consensus fidelium (de más de veinte siglos) se apoya en una plétora de enseñanza bíblica y experiencia espiritual cristiana que sólo un miope puede no ver». La cita en alemán está tomada de la traducción al alemán hecha por Hans Urs von Balthasar: Louis Bouyer, Frau und Kirche, Einsiedeln 1977, p. 19.

7 Ib., 23 - 27.

8 Cf. Bouyer (nota 5). Cf. también el importante trabajo del pediatra vienés H. Asperger, «Kind und familie. Moderne Modelle», en: IKaZ 2 (1973) 178-185.

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