Selección de textos de San Juan de Ávila sobre el sacerdocio
¡Cuánto se enternece el corazón de un buen sacerdote cuando, teniendo al Hijo de Dios en sus manos, considera en cuán indignas manos está, comparándose con las manos de Nuestra Señora! Y, cierto, no se pudo hallar espuela que así aguijase e hiciese correr a un sacerdote el camino de la perfección, como ponerle en sus manos al mismo Señor de cielos y tierra que fue puesto en las manos de una doncella en la cual Dios se revió, dotándola y hermoseándola de innumerables virtudes (Tratado del sacerdocio, 21).
Muchas cosas se requieren para complir con la obligación del oficio de cura de almas; porque, si miramos a la dignidad sacerdotal que le es aneja, conviene tener ferviente y eficaz oración y también santidad. Lo cual ha de ser con tanta más ventaja en el cura cuanta mayor y más particular obligación tiene de dar buen ejemplo a sus parroquianos, y de interceder por ellos ante el divino acatamiento de Dios, con afecto de padre y madre para con sus hijos, pues se llama padre de sus parroquianos (Tratado del sacerdocio, 36).
El Señor manda a los pastores de las ovejas racionales que esfuercen lo flaco, que sanen lo enfermo, que aten lo quebrado, que reduzcan lo desechado y busquen lo perdido; para lo cual son menester muchas y muy buenas partes, porque no en balde dijo San Gregorio: «Ars artium, regimen animarum» (Tratado del sacerdocio, 37).
Fuente: Conferencia Episcopal Española; selección de Sergio Pérez, sacerdote diocesano de Zaragoza
No sé otra cosa más eficaz con que a vuestras mercedes persuada lo que les conviene hacer que con traerles a la memoria la alteza del beneficio que Dios nos ha hecho en llamarnos para la alteza del oficio sacerdotal. Y si elegir sacerdotes entonces era gran beneficio, ¿qué será en el nuevo Testamento, en el cual los sacerdotes de él somos como sol en comparación de noche y como verdad en comparación de figura?
Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hecho semejantes a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejantes al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado. Y todas estas son cosas santas, por haberlas Cristo tocado; y de lejanas tierras van a las ver, y derraman de devoción muchas lágrimas, y mudan sus vidas movidos por la gran santidad de aquellos lugares. ¿Por qué los sacerdotes no son santos, pues es lugar donde Dios viene glorioso, inmortal, inefable, como no vino en los otros lugares? Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración, y no lo trajeron los otros lugares, sacando a la Virgen. Relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios; a los cuales nombres conviene gran santidad.
Esto, padres, es ser sacerdotes: que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él; que tengan virtudes más que de hombres y pongan admiración a los que los vieren: hombres celestiales o ángeles terrenales; y aun, si pudiere ser, mejor que ellos, pues tienen oficio más alto que ellos.
Plática enviada al padre Francisco Gómez, S. I:, para ser predicada en el Sínodo diocesano de Córdoba del año 1563: BAC 304, Obras completas del santo maestro Juan de Ávila, 3, pp. 364-365. 370. 373. Fuente: Liturgia de las Horas, oficio de San Juan de Ávila (10 de mayo).
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