Su epopeya silenciosa no suele atraer la atención de la prensa. Resulta mucho más rentable regodearse en tal o cual episodio de pederastia en el clero; resulta más llamativo inventarse tal o cual intriga vaticana, cuanto más rocambolesca o tremebunda, mejor. Cierto periodismo contemporáneo ha encontrado un suculento filón en la exhumación de escándalos, reales o ficticios, que contribuyan al escarnio de la Iglesia católica. Por supuesto, en esta visión caricaturesca, jaleada por quienes han hecho del anticlericalismo su estandarte y su negociete, no tienen cabida los misioneros, a quienes en todo caso se despacha con condescendencia, como si fueran una tropa de iluminados con pretensiones mesiánicas. Reportajes como el que Carlos Manuel Sánchez les dedicaba en estas mismas páginas hace un par de semanas se han convertido en una rareza incómoda, enojosa, puesto que contrarían esa imagen infectada de insidias y calumnias que se pretende trasladar al público.
Aquel reportaje admirable recolectaba los testimonios de un puñado de hombres y mujeres dispuestos a entregar su hálito en una misión sobrehumana. Hombres y mujeres de aspecto fragilísimo que un día cualquiera decidieron liar el petate e inmolarse en la salvación de otras vidas que languidecían en los arrabales del atlas; hombres y mujeres que, como cualquiera de nosotros, hubiesen preferido envejecer entre los suyos, disfrutar de las seguridades que les procuraba una existencia más o menos regalada, pero que respondieron sin ambages a su vocación, dejándolo todo en el camino. Descubrieron que Dios se copia en el rostro de cada hombre que sufre; y decidieron acudir a contemplarlo, sabiendo que no les aguardaba otra recompensa que calcinarse en una tarea tan vasta como incalculablemente hermosa.
Quizá mañana mismo se tropiecen con la muerte, que les tenderá su emboscada bajo la forma de una epidemia incurable, o de una ráfaga de ametralladora que los vacíe de sangre; pero, mientras llega ese momento, prosiguen su epopeya silenciosa, apartados de los reflectores de la notoriedad, sin aguardar otra recompensa que la sonrisa de un anciano famélico, la mirada de un niño acribillado de moscas, la pudorosa caricia de una mujer que deambula por los pasadizos inciertos de la fiebre. Ellos saben que en esa sonrisa extenuada, en esa mirada claudicante, en esa caricia de rendida gratitud se agazapa Dios. Y con eso les basta.
Son más de veinte mil españoles, entre los cientos de miles que reparten pan y penicilina y consuelo espiritual por los parajes más inhóspitos del mapa, allá donde el mayor pecado del hombre es haber nacido, allá donde las guerras endémicas trituran vidas ante la indiferencia de los gerifaltes de la política, allá donde ni siquiera llegan las cámaras de los noticieros televisivos. Pero, como afirma en el reportaje de Carlos Manuel Sánchez el padre José Carlos Rodríguez, inmerso desde hace trece años en el infierno de Uganda, «el resto del mundo mira para otra parte; Dios, no». Le faltó añadir, por modestia, que el resto del mundo se salva gracias a quienes, como él, se han echado sobre los hombros el dolor innumerable de los olvidados, cumpliendo un designio divino.
"En sus cuerpos entecos, lastimados de cicatrices, temblorosos como hojas que zarandea el viento, se esconde un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo".
Están hechos del mismo barro que nosotros, incluso parecen más débiles que nosotros, más adelgazados por las noches de insomnio, por el agotamiento sin descanso, por el recuerdo de las muchas vidas que han visto extinguirse ante sus ojos, por el llanto que no cesa y la rabia de no ser omnipotentes; pero en sus cuerpos entecos, lastimados de cicatrices, temblorosos como hojas que zarandea el viento, se esconde un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Si mañana dimitieran de su misión, los planetas interrumpirían su órbita y la noche nos cerraría los párpados. Seguimos vivos porque el fuego que los impulsa no se extingue. Son los misioneros, la vanguardia de la humanidad.
Fuente: Revista “El Semanal”, Madrid, del 4 al 10 de abril de 2004
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