Extractos de la conferencia titulada "Introducción al espíritu de la liturgia" que Monseñor Guido Marini, Maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias, pronunció en Génova (Italia) el 14 de noviembre de 2009 ante de un grupo diocesano de directores musicales de liturgia.
Es urgente reafirmar el auténtico espíritu de la liturgia, tal como está presente en la ininterrumpida tradición de la Iglesia y testimoniado, en continuidad con el pasado, en el más reciente Magisterio: partiendo del Concilio Vaticano II hasta Benedicto XVI.
He pronunciado la palabra “continuidad”. Es una palabra apreciada por el actual Pontífice, que ha hecho autorizadamente de ella el criterio para la única interpretación correcta de la vida de la Iglesia y, en particular, de los documentos conciliares, como también de los propósitos de reforma a todos los niveles en ellos contenidos.
¿Y cómo iba a ser de otro modo? ¿Se puede imaginar una Iglesia de antes y una Iglesia de después, como si se hubiese producido una ruptura en la historia del cuerpo eclesial? ¿O se puede afirmar que la Esposa de Cristo haya entrado, en el pasado, en un momento histórico en el cual el Espíritu no la haya asistido, de modo que ese momento deba ser como olvidado y cancelado?
Sin embargo, a veces, algunos dan la impresión de adherirse a lo que es justo definir como una verdadera y propia ideología, es decir, una idea preconcebida aplicada a la historia de la Iglesia y que nada tiene que ver con la fe auténtica.
Fruto de esa engañosa ideología es, por ejemplo, la recurrente distinción entre Iglesia preconciliar e Iglesia postconciliar. Un lenguaje así puede ser legítimo pero con la condición de que, de ese modo, no se entiendan dos Iglesias: una –la preconciliar– que no tendría nada más que decir o que dar porque está irremediablemente superada; y la otra –la postconciliar– que sería una realidad nueva surgida del Concilio y de su presunto espíritu, en ruptura con su pasado.
Lo que he afirmado hasta aquí a propósito de la “continuidad”, ¿tiene que ver con el tema que estamos afrontando? Absolutamente sí. Porque no puede existir el auténtico espíritu de la liturgia si uno no se acerca a ella con ánimo sereno, no polémico, sobre el pasado, sea remoto o próximo. La liturgia no puede y no debe ser terreno de desencuentro entre quien encuentra el bien sólo en lo que está antes de nosotros, y quien, por el contrario, en lo que está antes encuentra casi siempre el mal.
Solo la disposición a mirar el presente y el pasado de la liturgia de la Iglesia como un patrimonio único y en desarrollo homogéneo, puede conducirnos a alcanzar con alegría y con gusto espiritual el auténtico espíritu de la liturgia. Un espíritu, por tanto, que debemos recibir de la Iglesia y que no es fruto de nuestras invenciones. Un espíritu, añado, que nos lleva a lo esencial de la liturgia, es decir, a la plegaria inspirada y guiada por el Espíritu Santo, en quien Cristo sigue haciéndose nuestro contemporáneo, irrumpiendo en nuestra vida. Realmente el espíritu de la liturgia es la liturgia del Espíritu.
En la medida en que asimilamos el auténtico espíritu de la liturgia, nos hacemos capaces de entender cuándo una música o un canto pueden pertenecer al patrimonio de la música litúrgica y sagrada, y cuándo no; capaces, en otras palabras, de reconocer aquella sola música que tiene derecho de ciudadanía dentro del rito litúrgico porque es coherente con su autentico espíritu. Si hablamos, entonces, al inicio de este curso, de espíritu de la liturgia, lo hacemos porque solo a partir de él es posible identificar cómo deben ser la música y el canto litúrgicos.
Respecto al tema propuesto, no pretendo ser exhaustivo. No pretendo, ni siquiera, tratar de todos los temas que sería útil afrontar para un panorama amplio de la cuestión. Me limito a considerar algunos aspectos de la esencia de la liturgia, con referencia específica a la celebración eucarística, tal como la Iglesia la presenta y como he aprendido a profundizar en ella en estos dos años de servicio junto a Benedicto XVI: un verdadero maestro de espíritu litúrgico, tanto por medio de su enseñanza como a través del ejemplo de su modo de celebrar.
La participación activa
Los santos han celebrado y vivido el acto litúrgico participando activamente. La santidad, como resultado de sus vidas, es el testimonio más bello de una participación realmente viva en la liturgia de la Iglesia.
Por eso, justamente y también providencialmente, el Concilio Vaticano II ha insistido mucho en la necesidad de favorecer una auténtica participación de los fieles en la celebración de los santos misterios, en el momento en que ha recordado la llamada universal a la santidad. Y esta autorizada indicación ha sido confirmada y propuesta nuevamente en muchos documentos sucesivos del magisterio hasta nuestros días.
Sin embargo, no siempre ha habido una comprensión correcta de la “participación activa”, tal como la Iglesia enseña y exhorta a vivirla. Es cierto, se participa activamente también cuando se realiza, dentro de la celebración litúrgica, el servicio que es propio de cada uno; se participa activamente también cuando se tiene una mejor comprensión de la Palabra de Dios escuchada y de la oración recitada; se participa activamente también cuando se une la propia voz a la de los otros en el canto coral… Todo eso, sin embargo, no significaría participación realmente activa si no condujera a la adoración del misterio de la salvación en Cristo Jesús, muerto y resucitado por nosotros: porque solo quien adora el misterio, acogiéndolo en la propia vida, demuestra haber comprendido lo que se está celebrando y, por lo tanto, ser realmente partícipe de la gracia del acto litúrgico.
La verdadera acción que se realiza en la liturgia es la acción de Dios mismo, su obra salvífica en Cristo, participada a nosotros. Esta es la verdadera novedad de la liturgia cristiana respecto a toda otra acción cultual: Dios mismo actúa y realiza lo que es esencial, mientras que el hombre está llamado a abrirse a la acción de Dios, con el fin de ser transformado. El punto esencial de la participación activa es, en consecuencia, que sea superada la diferencia entre el actuar de Dios y nuestro actuar, que podamos convertirnos en una sola cosa con Cristo. He ahí, por qué no es posible participar sin adorar.
Escuchemos aún un pasaje de la Sacrosanctum Concilium: “Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la Hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos” (n. 48).
Respecto a todo eso, lo demás es secundario. Y me refiero, en particular, a las acciones exteriores, aunque importantes y necesarias, previstas sobre todo durante la Liturgia de la Palabra. Me refiero a ellas, porque si se convierten en lo esencial de la liturgia y ésta se reduce a un genérico actuar, entonces se ha malentendido el auténtico espíritu de la liturgia. En consecuencia, la verdadera educación litúrgica no puede consistir simplemente en el aprendizaje y ejercicio de actividades exteriores sino en la introducción a la acción esencial, a la obra de Dios, al misterio pascual de Cristo por el cual debemos dejarnos alcanzar, implicar y transformar. Y no debe confundirse la realización de gestos externos con la correcta implicación de la corporeidad en el acto litúrgico. Sin quitar nada al significado y a la importancia del gesto externo que acompaña al acto interior, la Liturgia pide mucho más al cuerpo humano. Pide, de hecho, su total y renovado compromiso en la cotidianidad de la vida. Lo que el Santo Padre Benedicto XVI llama “coherencia eucarística”. Precisamente el ejercicio puntual y fiel de esa coherencia es la expresión más auténtica de la participación, incluso corpórea, en el acto litúrgico, en la acción salvífica de Cristo.
Todavía añado algo más. ¿Estamos realmente seguros de que la promoción de la participación activa consiste en hacer que todo sea lo más posible e inmediatamente comprensible? ¿No será que el ingreso en el misterio de Dios puede ser también y, a veces, mejor acompañado por lo que toca las razones del corazón? ¿No sucede, en algunos casos, que se da un espacio desproporcionado a la palabra, chata y banalizada, olvidando que a la liturgia pertenecen palabra y silencio, canto y música, imágenes, símbolos y gestos? ¿Y no pertenecen también a este múltiple lenguaje, que introduce en el centro del misterio y en la verdadera participación, la lengua latina, el canto gregoriano, la polifonía sacra?
¿Qué música para la liturgia?
No me compete a mí entrar directamente en lo que atañe a la música sagrada o litúrgica. Otros con más competencia tratarán el asunto en el curso de los próximos encuentros.
Lo que, sin embargo, me parece importante subrayar es que la cuestión de la música litúrgica no puede ser considerada independientemente del auténtico espíritu de la liturgia y, por tanto, de la teología litúrgica y de la espiritualidad que de allí surge. Lo que hemos afirmado –que la liturgia es un don de Dios que nos orienta a Él y que, mediante la adoración, nos permite salir de nosotros mismos para unirnos a Él y a los otros– no solo intenta aportar algunos elementos útiles para la comprensión del espíritu litúrgico sino también elementos necesarios para el reconocimiento de lo que realmente puede decirse música y canto para la liturgia de la Iglesia.
Me permito, al respecto, solo una breve reflexión orientativa. Uno podría preguntarse cuál es el motivo por el que la Iglesia, en sus documentos más o menos recientes, insista en indicar un cierto tipo de música y de canto como particularmente adecuados para la celebración litúrgica. Ya el Concilio de Trento había intervenido en el conflicto cultural de entonces, restableciendo la norma por la que, en la música, la adherencia a la Palabra es prioritaria, limitando el uso de los instrumentos e indicando una diferencia clara entre música profana y música sacra. La música sacra, de hecho, no puede nunca ser entendida como expresión de pura subjetividad. Ella está anclada en los textos bíblicos o de la tradición para celebrarla en forma de canto. En épocas más recientes, el Papa San Pío X realizó una intervención similar tratando de alejar la música operística de la liturgia, e indicando el canto gregoriano y la polifonía de la época de la renovación católica como criterio de la música litúrgica, que debe distinguirse de la música religiosa en general. El Concilio Vaticano II no hizo más que reiterar las mismas indicaciones, como también las más recientes intervenciones magisteriales.
¿Por qué, entonces, la insistencia de la Iglesia en presentar las características típicas de la música y del canto litúrgico de modo que permanezcan distintas de cualquier otra forma musical? ¿Y por qué el canto gregoriano y la polifonía sacra clásica resultan ser las formas musicales ejemplares, a la luz de las cuales hay que continuar hoy produciendo música litúrgica, también popular?
La respuesta a esta pregunta está precisamente en todo lo que hemos tratado de afirmar sobre el valor del espíritu de la liturgia. Son justamente estas formas musicales – en su santidad, bondad y universalidad – las que traducen en notas, en melodía y en canto, el auténtico espíritu litúrgico: dirigiendo a la adoración del misterio celebrado, favoreciendo una auténtica e integral participación, ayudando a percibir lo sagrado y, por tanto, la primacía esencial del actuar de Dios en Cristo, permitiendo un desarrollo musical no desanclado de la vida de la Iglesia y de la contemplación de su misterio.
Permitidme una última cita de Joseph Ratzinger: “Gandhi señala tres espacios vitales del cosmos, cada uno de ellos con su propio modo de ser. En el mar viven los peces y callan; los animales de la tierra gritan; pero las aves, cuyo espacio vital es el cielo, cantan. Lo propio del mar es el silencio; lo propio de la tierra, el grito; lo propio del cielo, el canto. Pero el hombre participa en las tres cosas; lleva en sí la profundidad del mar, la carga de la tierra y la altura del cielo, y por eso le pertenecen las tres propiedades: el callar, el gritar y el cantar. Hoy vemos cómo al hombre, después de perder la trascendencia, le resta sólo el grito, porque sólo quiere ser tierra e intenta convertir el cielo y la profundidad del mar en tierra suya. La verdadera liturgia, la liturgia de la comunión de los santos, devuelve la integridad al hombre. Le invita de nuevo a callar y a cantar, abriéndole la profundidad del mar y enseñándole a volar, que es el ser del ángel; elevando su corazón, hace sonar de nuevo en él aquel canto olvidado. Y podemos afirmar incluso que la verdadera liturgia se reconoce por el hecho de que nos libra del actuar común y nos devuelve la profundidad y la altura, el silencio y el canto. La verdadera liturgia se reconoce por el hecho de que es cósmica, no grupal. Canta con los ángeles. Calla con la profundidad expectante del universo. Y redime así la tierra” (Joseph Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, p. 149).
Concluyo. Desde hace ya algunos años en la Iglesia, cada vez más alto, se habla de la necesidad de una nueva renovación litúrgica. De un movimiento en cierto modo análogo al que puso las bases para la reforma promovida por el Concilio Vaticano II, que sea capaz de realizar una reforma de la reforma, es decir, un paso adelante en la comprensión del auténtico espíritu litúrgico y de su celebración: para llevar así a buen término aquella reforma providencial de la liturgia que los Padres conciliares habían comenzado pero que no siempre, en la aplicación práctica, ha encontrado una puntual y feliz realización.
Fuente: L'Osservatore Romano, 18 de noviembre de 2009