Discurso a la Penitenciaría Apostólica de 31 de marzo de 1990
Señor Cardenal,
reverendísimos prelados y oficiales de la Penitenciaría,
beneméritos padres penitenciarios
y vosotros todos que participáis en esta Audiencia:
1. Sed bienvenidos a la casa del Padre. Recibid y transmitid a vuestros condiocesanos y hermanos en las respectivas familias religiosas, mi saludo. Como Obispo de Roma, y sucesor de Pedro, advierto la necesidad de recordaros a vosotros sacerdotes, así como también a vosotros que os disponéis a recibir dentro de poco el presbiterado, el principal deber de dedicaros constantemente y pacientemente al ministerio de la penitencia, de la reconciliación y de la paz. Dios, en efecto: «Nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación... Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios» (2 Cor. 5, 18-20).
2. La fuente divina del perdón, que es para nosotros la raíz vigorosa de la que fluye la fuerza perseverante para dedicarnos al ministerio del sacramento de la Penitencia, es la «Caridad de Cristo»; es decir, el amor, de aquel que «murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó» (2 Cor. 15-16).
De esta forma, el sacerdote está llamado a devolver a los muertos espiritualmente la vida divina. Sacerdote y hostia, con Jesús sacerdote y hostia en la Eucaristía, debe ser al mismo tiempo víctima inmolada y garantía de resurrección cuando escucha las confesiones sacramentales. Por imposición de las manos por parte del obispo ordinario, todo presbítero es consagrado y totalmente ofrecido a su ministerio en favor de las almas a él confiadas.
Y dado que este ofrecimiento corresponde a un verdadero y fundamental derecho de los fieles, resulta oportuno, a este propósito, cuanto dije a los padres penitenciarios de las basílicas patriarcales de la Urbe en la alocución del 31 de enero de 1981: «Deseo aclarar que no sin razón la sociedad moderna es celosa de los imprescriptibles derechos de la persona: ¿Cómo -pues- justamente en aquella misteriosa y sagrada esfera de la personalidad en la cual se vive la relación con Dios, se querrá negar a la persona humana, a la persona de todo fiel, el derecho de un coloquio personal, único, con Dios, mediante el ministerio consagrado?
¿Por qué se quiere privar al fiel, individualmente considerado, que se considera «como tal» ante Dios, de la alegría íntima y personalísima de este gran fruto de la gracia? » (Enseñanzas IV, 1,1981, P.183).
En la confesión colectiva el sacerdote se ahorra, ciertamente, esfuerzos físicos, y acaso también psicológicos, pero, cuando viola la norma claramente obligatoria de la Iglesia al respecto, defrauda al fiel y se priva a sí mismo del mérito de la entrega que es testimonio del valor de toda alma redimida. Toda alma merece tiempo, atención, generosidad, no sólo en la unión comunitaria, sino también, y bajo un aspecto teológico se diría sobre todo, en sí misma, en su incomunicable identidad y dignidad personal y en la delicada reserva del coloquio individual y secreto.
3. En la confesión sacramental seguida de la absolución se nos reconcilia con Dios y con la Iglesia. Sobre este último elemento en particular trata la disciplina canónica relativa al sacramento de la Penitencia y en general al foro interno, materia de la cual os habéis ocupado en las reuniones con la Penitenciaría Apostólica. Os exhorto a considerar atentamente que la disciplina canónica relativa a las censuras, a las irregularidades y a otras determinaciones de índole penal o cautelar, no es efecto de legalismo formalista. Al contrario, es ejercicio de misericordia hacia los penitentes para curarlos en el espíritu y por esto las censuras son denominadas medicinales.
La privación, en efecto, de bienes sagrados puede ser estímulo para el arrepentimiento y para la conversión; es advertencia al fiel tentado, es magisterio de respeto y de culto amoroso hacia la herencia espiritual que nos fue dejada por el Señor, el cual nos ha hecho el don de la Iglesia y en ella de los Sacramentos. No por casualidad la Penitenciaría Apostólica, al publicar un documento destinado a los confesores, se expresa en estos términos: «Los bienes supremos de la Iglesia, de tal forma deben constituir y constituyen el corazón mismo de ella, que no sólo debe emitirse constantemente doctrina sobre ellos y hacia ellos debe proyectarse siempre la solicitud pastoral, sino ser objeto de la protección jurídica por la razón principalísima de que en ellos radica la comunión mística de la Iglesia, la cual se ve dañada cuando dichos bienes son despreciados o rechazados.»
4. Ante la proximidad de la Santa pascua es hermoso recordar el sentido pascual de nuestra caridad ejercida mediante la celebración del sacramento de la Penitencia. En ella se renueva la resurrección espiritual de nuestros hermanos, y por ello es digno y justo «gozar... porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado» (Luc. 15,32).
En la Encíclica «Dives in misericordia» he ilustrado lo que podría denominarse la teología del perdón: De ésta se deriva el carácter pascual del sacramento de la Reconciliación: «El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre justo y de restablecer la justicia» (n. 7).
Con estos sentimientos os encomiendo a la Virgen Santísima, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, refugio de los pecadores, y con paternal benevolencia os imparto la Bendición Apostólica.