Observaciones generales
La adopción es una resolución -y la situación resultante del mismo- por el que se incorpora a una familia un menor de edad que de hecho carece de ella. Se formaliza por medio de una ficción jurídica, por la que se considera a todos los efectos hijo de la familia adoptante al menor que no es hijo biológico de la misma. Este acto de adopción da lugar a una situación que se prolonga de modo indefinido, pues, lógicamente, los hijos no son de quita y pon. De ahí que sea necesario -y muy importante para este estudio- distinguir la adopción de cualquier otra situación en la que un niño convive, en un régimen que podríamos calificar de familiar, en un hogar que no es el correspondiente a su familia biológica, sin la estabilidad que supone la adopción, ni su formalización. Podemos llamar a esta última situación “acogida”. Ésta agrupa una gran variedad de posibilidades: periodo de prueba previo a la adopción, convivencia en un hogar mientras se busca familia adoptante, convivencia con una familia por el periodo de tiempo en que el menor está imposibilitado de convivir con la propia, etc. Algunos supuestos de acogida pueden estar contemplados por el Derecho, como el periodo de prueba previo a la formalización de la adopción; mientras que otros son sin más situaciones de hecho. Pero, en todo caso, aquí lo que se expone se refiere directamente a la adopción, mientras que la acogida aparece indirectamente, como punto de comparación principalmente.
Es poco frecuente encontrar estudios de moral sobre la adopción, así como referencias sobre el tema en los manuales de moral. El motivo parece radicar en que era una realidad que hasta hace poco no presentaba problema alguno. Las adopciones tenían lugar, sobre todo, cuando un matrimonio no podía tener descendencia, o, en algunos casos, cuando, teniéndola, hacían una verdadera obra de misericordia adoptando algún niño sin familia -un pariente huérfano, o un niño sin familia alguna-, lo cual no presentaba problemática alguna desde el punto de vista moral. La situación ha cambiado en nuestros días debido al debilitamiento de la institución familiar, con la aparición de numerosas situaciones nuevas y los llamados “modelos alternativos” de familia, que en su gran mayoría no son otra cosa que sucedáneos de una verdadera familia, e incluso, en algunos casos, verdaderas situaciones aberrantes. El asunto ha pasado a un primer plano con la reciente polémica creada por el debate sobre la adopción por parte de parejas homosexuales. Pero esto es el problema más llamativo, no el único; quizás ha tenido la virtud de mover a la reflexión del tema más general de la adopción en sus aspectos morales, cuando en realidad se empezaban a dar casos de otro tipo que no han llamado la atención, pero que merecerían un estudio moral, por la importancia del asunto y su repercusión sobre la noción misma de la familia. Aquí se quiere proporcionar algunas consideraciones al respecto, que sirvan para orientar debidamente la cuestión.
Precisamente porque se asimila a todos los efectos al niño adoptado con el propio, hay un paralelismo en los principios morales que rigen las dos situaciones. Destaca uno, recogido en el nº 2378 del Catecismo de la Iglesia Católica: “El hijo no es un derecho sino un don. El don más excelente del matrimonio es una persona humana. El hijo no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido «derecho al hijo»”. Lo cual quiere decir que, si se puede hablar aquí de derechos, es por parte del niño, no de los padres. Los padres no pueden esgrimir un derecho al niño, pues equivaldría a convertirse en esclavo en vez de hijo. Pero sí se puede decir que el hijo tiene derecho a ser recibido en una familia, porque responde a una necesidad natural para poder desarrollarse como persona. Esta misma idea se puede y se debe trasladar a la adopción. No puede esgrimirse el derecho de adoptar un niño, y sí en cambio el derecho del niño a que quienes le reciban como hijo constituyan una auténtica familia. Aquí también vale decir que, aunque el niño deba ser deseado, no debe convertirse en objeto de deseo. No es lo mismo. Son, en cierto modo, los padres quienes tienen que vivir para el hijo, y no al revés; se mire como se mire, la familia y la sociedad sólo funcionan bien cuando se acepta esta ley de vida. Esta tarea, que corresponde a un anhelo igualmente natural, se debe desear, y por tanto el hijo debe ser deseado y aceptado con ilusión. Pero aquí estamos en las antípodas de tener un hijo -sea engendrado, sea adoptado- para satisfacer un deseo personal, aunque parezca a primera vista tan inocente como el deseo de compañía, o parezca responder a la naturaleza como el deseo de maternidad de la mujer.
Una vez establecido este principio, podemos pasar a examinar los diferentes supuestos que pueden encontrarse, aun a sabiendas de que se trata de los más frecuentes, y no agotan todas las posibilidades. La vida es muy rica en situaciones, y un artículo como éste no puede ocuparse de todas.
Adopciones por parte de matrimonios
Aquí nos encontramos, sobre todo, con el supuesto más tradicional: la adopción como recurso para los matrimonios infértiles. La única novedad reciente al respecto es que se observa una cierta “globalización” de la adopción: mientras que hasta hace poco lo más habitual era la adopción de huérfanos del propio país y la rara excepción que el niño se trajera del extranjero, ahora es frecuente que en los países ricos los adoptados procedan de zonas más desfavorecidas del mundo. Sobre esto lo único que hay que decir desde el punto de vista moral -y legal- es que la entidad mediadora debe ser de confianza, de forma que se evite siempre el riesgo de tratar con gente que se dedica al inconfesable tráfico de bebés. Siempre es una gran inmoralidad comprar una persona, por mucho que se piense que al final es para su bien y que con ello se colman unos deseos legítimos de tener hijos. Es cierto que sobre el papel a veces no es fácil establecer la frontera entre la compra y la redención (rescate por precio de quien es esclavo), pero en la realidad es más fácil, pues, entre otras diferencias, en un caso se actúa abiertamente y en el otro de forma encubierta. Cuando se conoce la existencia de semejante mercado, lo que debe hacerse es denunciarlo. Cosa distinta es que se exijan sobornos por parte de funcionarios para tramitar una adopción, pues se trata de un caso de naturaleza distinta a lo que aquí se estudia.
Por lo demás, estamos ante un supuesto que generalmente deja satisfechas a todas las partes, lo que supone a la vez un bien tanto para las personas implicadas como para la sociedad en general. Para los adoptantes, es la forma de cumplir una vocación de padres a la que se suelen sentir llamados, y quizás de evitar frustraciones que pueden llegar a ser fuertes e incluso enrarecer la convivencia marital; para el niño huérfano, supone encontrar lo que más necesita: una familia. Para la sociedad, es la solución más aceptable al problema de la crianza de un considerable número de niños que de otra forma quedarían a cargo de instituciones públicas o privadas asistenciales, que, por mucho que se esfuercen, no podrán nunca suplir plenamente a la familia.
Aquí surge una pregunta: si un matrimonio no consigue tener descendencia, ¿deben adoptar?; o, al menos, ¿es conveniente aconsejarles que adopten? La primera es una cuestión moral; la segunda, más bien pastoral. A la primera hay que contestar que no. En algunos casos es posible que nos encontremos ante una situación dramática en la que la caridad postule recibir a un niño desvalido en el propio hogar, pero hay que añadir que, en todo caso, se trataría de un deber de acogida, no de adopción. El deber de hospitalidad puede tener sus exigencias, pero nunca puede llegar hasta incorporar al huésped a la familia propia. Se trata de una facultad, no de un deber. Sobre si resulta aconsejable o no, depende de las circunstancias. En primer lugar, de las personales de los cónyuges. Para que resulte aconsejable, debe encontrarse una positiva ilusión en los dos cónyuges, marido y mujer. Si uno de los dos -la mujer, más habitualmente- se empeña en ello pero la otra parte no lo ve con buenos ojos, es mejor desistir. Con más razón que cuando se trata de hijos concebidos por el matrimonio, no es lo más conveniente recibir un hijo a regañadientes, y menos aún con una voluntad claramente opuesta. Si se trata de aconsejarlo desde fuera, hay que ponderar bien la situación. Puede variar desde la recomendación clara si se aprecia una melancolía prolongada en el hogar por la falta de descendencia, hasta la recomendación contraria si ven serios obstáculos para la crianza de los niños adoptivos, o si hay inestabilidad en el matrimonio o graves problemas de convivencia. En todo caso, conviene tener en cuenta que, para un matrimonio sin hijos, la adopción no es la única salida posible para canalizar el amor paterno y materno, y para vivir una vida de entrega y servicio. Es un criterio que recuerda el reciente Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, señalando que, cuando el don del hijo no le es concedido a un matrimonio, “pueden mostrar su generosidad mediante la tutela o la adopción, o bien realizando servicios significativos en beneficio del prójimo. Así ejercen una preciosa fecundidad espiritual” (nº 501). Por el otro lado, hay que quitar el miedo que puedan tener los cónyuges de que su hijo o hijos adoptivos no sean bien aceptados por su futuro entorno, sobre todo por sus futuros compañeros escolares. Hoy día, al menos en una sociedad occidental, no suele haber motivos serios para albergar esos temores, y en cambio lo que sí sucede es que la hipersensibilidad de los cónyuges en este sentido puede hacer bastante daño a los hijos adoptivos si no se disipa.
Hay un caso particular, por desgracia cada vez más frecuente en nuestros días, en la que puede hacerse necesario recomendar categóricamente la adopción. Se trata de los cónyuges que, en su afán de tener hijos a toda costa, se quieren someter a tratamientos inmorales, como la fecundación in vitro (FIVET), en la que se puede afirmar que se traspasa la línea que separa engendrar un niño de fabricarlo. En algunos casos, ese afán se transforma en una verdadera obsesión. Resulta evidente entonces que es necesario presentar alternativas, como son, en algunos casos, otros tratamientos que no vulneran la moralidad, y, siempre, la adopción.
La selección de un “perfil” de niño para adoptar no presenta muchos problemas éticos. Desde el momento en que la adopción no es un deber, se concluye fácilmente que uno abre la puerta de su familia a quien quiere. Es lógico que, por regla general, se quiera que estén sanos. Más lógico aún -y en general recomendable- es que se deseen niños lo más pequeños posible, pues cuanto menor sea la edad más fácil será la adaptación del menor a la familia que lo incorpora. De todos modos, conviene evitar pedir unos requisitos tan particulares y accidentales que reflejen una mentalidad caprichosa, pues denotan una actitud posesiva por parte de los padres, que olvida con facilidad que un niño es un don, no un capricho.
En la adopción por parte de un matrimonio, lo más problemático suelen ser los casos en los que el niño no es un auténtico huérfano, sino que tiene unos padres -lo más habitual es que proceda de una madre sola- que no han podido o no han querido hacerse cargo del niño. Aquí juegan un papel importante las leyes del país que se trate, pero de todas formas se pueden dar algunas recomendaciones generales, aunque después haya que adaptarlas en todo caso a la normativa vigente. También hay que señalar que la mayor parte de los problemas vienen por el lado de los padres -sobre todo, la madre- biológica, que cuando resuelve o cree resolver los problemas que le impedían criar al niño quiere retomarlo, o simplemente con el paso de los años cambia de parecer, de forma que ya no quiere, como al principio, desprenderse del niño para entregarlo en adopción. Son problemas complejos, en los que con frecuencia es imposible contentar a todas las partes en disputa, pero, como regla general, se puede decir que, si el niño ha sido entregado en adopción antes de tener uso de razón, y el único hogar que ha conocido es el de sus padres adoptivos, lo mejor es que ahí siga. Una vez más la clave para resolver la mayor parte de este tipo de conflictos es considerar que lo prioritario es el bien del niño. No parece una buena solución legal poner en manos del hijo la decisión cuando cumple la mayoría de edad: es una decisión que siempre conlleva un desgarro interior que sería preferible evitar. Sí lo es, en cambio, que quien entrega un hijo en adopción -una madre joven soltera, por ejemplo- firme un compromiso con el fin de no reclamar en el futuro a su hijo; por dura que parezca esta medida, redunda a la postre en bien del hijo. Es también conveniente, por regla general, que no se proceda a la adopción hasta no tener garantías de estabilidad de cara al futuro; mientras tanto, el hijo puede permanecer sin problemas en su nuevo hogar en calidad de acogido, a la espera de poder ser definitivamente adoptado. La razón es clara: la adopción debe ser un paso definitivo, nunca una situación provisional; para lo provisional está la acogida.
Hay una cuestión frecuente que se plantea a los padres adoptantes: ¿Se debe decir al niño que es adoptado? Y si la respuesta es afirmativa, ¿en qué momento? Por regla general, es conveniente informarle, y mejor a temprana edad, sin envolverlo en dramatismo. Se suele aceptar sin problemas ni traumas, y el chico o la chica suelen quedar muy agradecidos a sus padres adoptivos por haberle aceptado como hijo. Y, por supuesto, una vez comunicado se le debe tratar con la misma naturalidad que a un hijo biológico, sin actitudes de recelo o sobreproteccionismo, y sin pensar que haya la más mínima suspicacia por parte del menor. El problema puede surgir a partir de la adolescencia, cuando despierta en el chico -o, sobre todo, en la chica- un deseo de saber quiénes son sus padres biológicos, y de acercarse de algún modo a ellos. Si no se sabe, o han fallecido, no hay problema. Pero si están vivos y se puede averiguar quiénes son, la cosa puede ser más problemática. Quizás una buena solución es adelantarse al problema, e intentar educar al hijo adoptado en el convencimiento de que ésa es una herida que es mejor que permanezca cerrada, de forma que querer abrirla, aunque responda a un deseo muy natural, conlleva más sufrimientos para todos que ventajas, por lo cual no vale la pena intentarlo. Con todo, si tiene ya una cierta edad y se empeña obstinadamente en ello, más vale decírselo que dejar que lo averigüe por su cuenta.
Hay algún otro aspecto que merece la pena tratar. Uno de ellos, aunque a primera vista parezca una perogrullada, es el principio moral de que la adopción no debe nunca constituir un recurso para evitar voluntariamente engendrar hijos. Es indudable que cualquier matrimonio prefiere en principio tener hijos propios que adoptarlos. Sin embargo, pueden encontrarse situaciones en las que hay una mentalidad propensa -y una presión exterior-, para evitar las cargas del embarazo y los cuidados a los recién nacidos. En más de un caso, por desgracia, puede constituir un serio obstáculo para la carrera profesional de la mujer, o incluso truncarla. A esto hay que añadir los síntomas de una sociedad demasiado cómoda, que en más de un caso se traduce en un rechazo a esas cargas biológicas, mientras que se mantiene el “instinto” de maternidad. En situaciones así, puede abrirse paso paulatinamente la idea de que la adopción -por ejemplo, de uno o dos niños de unos tres o cuatro años- puede ser un recurso satisfactorio, e incluso pensar que de paso se hace una buena obra de caridad, al dar hogar a alguien de otro modo condenado a una vida desarraigada. Esto último puede tener algo de verdad, pero no constituye una razón suficiente para convertir en moralmente aceptable una conducta así. El matrimonio está naturalmente orientado a engendrar hijos y aceptarlos como un don, no a encargarlos a medida de los propios gustos o circunstancias del momento. Desde el punto de vista moral, además, supondría otro ejemplo de la separación voluntaria y absoluta de sexualidad y procreación, lo cual no es aceptable.
Queda por añadir, dentro de este apartado, algo sobre la adopción de niños por parte de matrimonios que ya tienen hijos propios. Es, qué duda cabe, un gesto noble y una muestra de generosidad y rectitud. Se han dado casos, incluso, de familias que han adoptado un niño discapacitado; el resultado es que esa generosidad heroica se ha visto recompensada con una mayor unidad y afecto entre los miembros de esa familia. Dios no deja sin premio a esas familias, que con frecuencia señalan que el nuevo miembro es la alegría de la casa. No hay mucho en realidad que decir sobre la adopción en estas circunstancias. Lo principal es que, a la hora de tomar la decisión, tengan voz no sólo los padres sino también todos los hijos con uso de razón. Lo cierto es que suelen aceptarlo con entusiasmo, sobre todo cuando son pequeños, entre otras razones porque suelen estar bien educados, ya que esas familias suelen ser familias cristianas ejemplares, de cuyo testimonio y ejemplo está muy necesitada la sociedad contemporánea. En el caso concreto de adopción de niños con minusvalía, conviene además que la decisión esté bien ponderada, teniendo en cuenta factores como si están en condiciones de proporcionar la atención que necesita, o el previsible futuro de esas personas cuando con el correr de los años los padres sean ya ancianos o hayan fallecido.
Adopciones por parte de parejas que no constituyen un matrimonio
Si salimos de la esfera del matrimonio, salimos de la esfera de una auténtica familia, y eso trae como consecuencia, como principio, que las uniones que no forman una familia dejan de ser moralmente aptas para la adopción, pues ésta supone la incorporación del niño a una familia. Si la ley no respeta este principio, se puede concluir que es una ley inapropiada, que no sintoniza con el orden natural. Cosa distinta es la acogida, que es algo más flexible y adaptable a circunstancias, pues si bien es cierto que una unión extramatrimonial no es idónea para adoptar, también lo es que en ocasiones la alternativa real es un lugar peor, o quizás la inexistencia de un lugar.
Conviene puntualizar que, de hecho, las discusiones sobre la adopción dentro de este apartado son más teóricas que prácticas. En la realidad son pocas las parejas no matrimoniales que deseen adoptar algún niño. Es precisamente la apertura a tener descendencia lo que hace, en muchas ocasiones, que parejas que convivían sin compromiso se decidan a casarse; y una pareja en esa situación lo último en que piensa es en adoptar a nadie. De todas formas, a veces se pueden encontrar casos aislados, y, en todo caso, conviene argumentar el tema para, al menos, clarificar ideas sobre la adopción. Dicho esto, podemos pasar a examinar los principales supuestos.
En lo más bajo de la escala, se encuentran las parejas homosexuales. Reivindican un matrimonio con todos los derechos, y entre ellos se encuentra el derecho a adoptar, en el que insisten con fuerza, lo cual se entiende cuando se cae en la cuenta de que la relación homosexual no puede ser fecunda. No corresponde a un deseo de adoptar, sino al deseo de que se les reconozca el derecho. Si se trata de dos varones -lo más frecuente-, su deseo de adoptar es prácticamente nulo. Si, en cambio, son dos mujeres, pueden encontrarse casos -el lesbianismo no suprime el deseo de maternidad-, pero, aunque está por comprobarse en la realidad pues son pocos los países que se lo hacen posible y éstos sólo desde hace poco tiempo, lo previsible es que en la mayoría de los casos sea sólo una de las dos quien adopte al niño -más probablemente niña- a título personal, aunque la otra esté dispuesta a ejercer una especie de rol paterno.
Sea como fuere, el caso es que, de darse esa situación, sería muy desfavorable para el niño. En este punto, conviene ir a la raíz antropológica, sin limitarse a exponer aspectos parciales de la cuestión. Ni la homosexualidad es una sexualidad alternativa, sino más bien una sexualidad alterada; ni el papel de los dos sexos en la educación del hijo se reducen a un género establecido por la cultura, sino que corresponden a una complementariedad natural. Por eso, poner a un niño pequeño a cargo de una pareja de homosexuales es, como decía un autor con cierta ironía, calzar afectivamente al niño dos zapatos del mismo pie. Lo demás vienen a ser consecuencias: el niño se cría en un ambiente inestable, con una formación de su afirmación sexual enrarecida, en una casa donde lo más probable es que la fidelidad escasee, las broncas sean frecuentes, las posibilidades de ser educado por quien acusa otro tipo de trastorno -la misma homosexualidad ya es un primer trastorno de personalidad- sean sensiblemente más frecuentes, etc. Es cierto que en una pareja de mujeres -quienes de hecho están dispuestas a criar un hijo- toda esta sintomática suele ser más mitigada que en una pareja de hombres -quienes no quieren adoptar prácticamente nunca-, pero sigue en pie. Y, frente a quienes quieren reivindicar este tipo de adopciones como un derecho, hay que recordar una vez más que el derecho es el del niño, no el de quienes lo adoptan. En el caso de parejas homosexuales, es tan desfavorable lo que se va a encontrar el niño que no puede hablarse ni siquiera de acogida.
Por lo demás, los problemas en este apartado pueden producirse cuando se miran desde una perspectiva específicamente católica, no tanto civil. En la legislación civil, es lógico que se consideren aptos para adoptar a quienes reconocen como matrimonio. Pero no siempre un matrimonio civilmente reconocido es válido. Aquí la regla no es muy difícil de entender: no tendrían que adoptar quienes no deberían convivir. La adopción supondría en estos casos, por regla general, un obstáculo para regularizar moralmente su situación, o, si se prefiere decirlo así, un elemento que consolida una situación inmoral. Si se trata de personas que podrían casarse entre sí, lo lógico es casarse primero válidamente y después adoptar, no al revés. Si no es así - sobre todo, divorciados que contraen posterior matrimonio civil-, una adopción es un paso en falso moralmente, que puede producirse precisamente porque buscan un reconocimiento social o quizás una consolidación de la nueva situación, que es inmoral (por ejemplo, cuando uno de los cónyuges está esterilizado de antemano). Por eso, este tipo de adopciones no deben verse como algo moralmente indiferente sencillamente porque no media una relación física calificable de inmoral, ya que hay otros aspectos que entran también en juego, como es que el deber de convivencia conyugal por parte de los adoptantes lo tienen con terceras personas, no entre sí.
Adopción por parte de individuos
La adopción de un niño -más frecuentemente, de una o varias niñas- por parte de mujeres solas -la incidencia por parte de varones solos es prácticamente inexistente- ha sido hasta hace poco un fenómeno raro, pero recientemente esto está cambiando con clara tendencia al aumento. No puede sostenerse que la causa es que en varias legislaciones se permite, pues responde a unos motivos que no son legales, aunque, efectivamente, donde no se permite legalmente la situación paralela de hecho es bastante menos frecuente, debido a las dificultades encontradas. Es un fenómeno típicamente occidental, y parejo al fuerte individualismo que se respira como mentalidad en estas sociedades. O sea, el hecho de que se permita legalmente y el que haya demanda para hacerlo obedecen a un mismo motivo de fondo. La motivación individual concreta es un poco más variada, aunque en todo caso responde a no querer renunciar al ejercicio de la maternidad cuando no ha sido posible o no se ha querido contraer matrimonio o éste ha fracasado: desde mujeres que no han podido casarse aunque lo hayan intentado -siempre ha habido un cierto número-, mujeres que no buscan posible cónyuge por miedo al fracaso, mujeres cuyo matrimonio pronto se ha demostrado como inviable, mujeres que por diversos motivos han desarrollado una especie de androginia, mujeres que han sufrido varios desengaños y permanecen solteras porque no están dispuestas a sufrir otro, etc. Subjetivamente, las posibilidades también son variadas: desde el egoísmo de “adquirir” un niño, hasta la búsqueda de una canalización para un auténtico afán de servicio, aunque lo más frecuente es un poco de las dos cosas y un mucho de soledad a la que se busca remedio con afán.
Son bastantes las razones que se argumentan para dar validez moral a esta conducta, y lo cierto es que a primera vista parecen bastante convincentes. Así, se dice en primer lugar que el niño encuentra un auténtico hogar; aunque sea reducido y no sea lo ideal, es incomparablemente mejor que la custodia pública, y más aún si ésta fuera en un país con pocos recursos o con explotación infantil. Después, que ha habido y hay muchas mujeres solas -que han enviudado jóvenes, por ejemplo- que han sacado adelante su prole con gran dignidad, y en otros muchos casos, aunque conviva el marido con ellas, apenas se le ve por casa, de forma que la educación de los hijos queda prácticamente en exclusiva a cargo de la mujer. Además, se alega que son recibidos con bastante más cariño que muchos niños biológicos, y que los resultados suelen ser buenos. En resumidas cuentas, puede no ser la solución óptima pero en todo caso es mejor que la alternativa que les esperaría a los niños. Todas estas pueden ser buenas razones, pero también hay que ponderar las razones en contra, y las hay tanto personales como sociales.
Las razones personales consisten en que lo que encuentra el niño no es una familia. Una mujer sola no constituye familia. Es verdad que a veces la muerte rompe una familia, y queda solo uno de los dos progenitores para sacarla adelante. Pero aquí como en tantas otras realidades, es moralmente muy diferente encontrarse con el infortunio, que ser el causante del mismo. El niño se ve privado de padre (en algún caso puede que de madre) y con frecuencia también de hermanos, y en esas circunstancias no sólo el niño acusará serias carencias, sino que también es muy difícil que en una situación así la mujer resista la tentación de adoptar una actitud posesiva. Si esa mujer (u hombre si es el caso) de verdad quiere bien al pequeño, debe querer para él lo mejor, y lo mejor es una familia bien constituida, no ella sola. Y, por tanto, buscará para él una auténtica familia, o, si fuera posible, buscará constituir ella una familia por medio del matrimonio. Hay que tener en cuenta que es fácil engañarse en un asunto como éste. El afán de darse como madre puede enmascarar fácilmente una actitud bastante más egoísta: el ansia de evitar la soledad. Por eso, no es difícil que tras unas aparentes óptimas intenciones se oculte el deseo de tener un niño por lo que proporciona, la compañía, en vez de ser una entrega materna desinteresada. Hoy, cuando con frecuencia se confunde el verdadero amor con el deseo pasional, se debe comprender que en ocasiones la pasión puede tener poco que ver con el erotismo, pues hay otras posibilidades: basta con desear apasionadamente cubrir las propias necesidades, sean cuales sean. Y se puede despertar con gran facilidad sintiendo envidia de otras -hermanas, amigas, compañeras, etc.- que parecen felices con su familia; incluso, para quien quizás no se haya casado por cuidar a unos padres enfermos, se puede pensar, una vez desaparecidos éstos, que también tienen derecho a tener un hogar que al menos en parte subsane la injusticia que han tenido que padecer, con lo que el hijo adoptado podría tener algo de hijo del resentimiento. A esto hay que añadir alguna consideración desde el punto de vista legal. Un hijo adoptado pasa a ser legalmente eso, un hijo: adquiere a todos los efectos el status legal de hijo. Una mujer soltera pasa, con una adopción, a adquirir la situación legal de madre soltera, lo cual no resulta muy deseable, ni para ella ni para el hijo adoptivo.
Las razones sociales que desaconsejan este tipo de adopciones consisten en que con ello se abre una puerta a adopciones indiscriminadas, que pueden acabar en situaciones mucho más desatinadas que aquéllas con las que se empezó. El matrimonio es la única institución social apta para constituir una familia, y para que así se reconozca. Por ello, es la única institución que constituye una garantía aceptable para asegurar que el niño es recibido en una familia. Una persona soltera puede no ver más allá de su caso, en el que seguramente desea proporcionar al chico todo lo que necesita, material y moralmente. Pero la sociedad tiene la obligación de ver más allá, y entender que, si abre la puerta de la adopción a unos pocos casos -sin duda, bienintencionados- de adoptantes que no forman una familia, se quiebran las garantías que permiten asegurar que el niño es recibido en un auténtico hogar. Cualquiera puede así ya adoptar: basta que tenga una casa y se presente con una simpática apariencia, lo cual no es difícil. Quizás en un primer momento se trate de mujeres solteras que viven solas y anhelan un hijo; pero en un segundo momento la brecha permitiría que se colaran unos sujetos con peores intenciones, como la explotación de niños en cualquiera de sus variantes. Se podría decir que si ése es el caso se retiraría al chico, pero se haría cuando el mal ya está hecho, y en todo caso esa reversibilidad corresponde a la acogida, no a la adopción. Ciertamente, esta es una argumentación que va dirigida más propiamente a los poderes públicos que a las personas singulares, ya que a ellos corresponde la legislación sobre la cuestión y la declaración de quiénes son las personas aptas para adoptar, pero sirve también para que los individuos entiendan que, por encima de sus preferencias y de su caso particular, existen exigencias del bien común que deben necesariamente estar por encima de sus expectativas singulares. Las personas deben saber, en esta época de fuerte individualismo, que la normativa debe estar hecha pensando en el interés general, y no adaptarse a su situación particular, y que el bien común puede y debe imponer unas cargas y limitaciones a los individuos en aras del bien general de la sociedad.
En el fondo, lo que nos encontramos no es otra cosa que la repercusión en la adopción de una crisis más amplia: la crisis de la institución familiar. Esta crisis trae como consecuencias algunos fenómenos que inciden en este campo: un menor número de matrimonios y por tanto de familias; un mayor número de niños desamparados o que necesitan familia; una mayor abundancia de tipos de convivencia ajenos a la matrimonial, que llegan a verse como algo normal -aunque muchos no se contemplen como deseables-, y que acaban reclamando los mismos derechos -con frecuencia, sin asumir sus cargas- que la familia; un crecido número de personas solas que buscan desesperadamente un tipo de compañía que no conlleve riesgo de futuro desengaño; y una más o menos encubierta mentalidad que considera al niño como objeto de deseo y a la familia como objeto de diseño -familia “a la carta”-. La solución fácil es ceder a recursos impregnados de sentimentalismo que resultan inapropiados, aunque en el caso concreto se puedan defender sin dificultad con argumentos melodramáticos que presentan a niños abandonados a un terrible orfanato tercermundista o a mujeres que saldrían de una depresión con una sonriente criatura que les llamara “mamá”. Pero, si este tipo de soluciones significan un debilitamiento de los vínculos familiares, o contribuyen a ello, a la postre los daños superarían a los beneficios.
La argumentación de este apartado es también trasladable a algunos supuestos que caen bajo el anterior. Y es que hay que comprender, entre otras cosas, que con la adopción se adquieren derechos y deberes de paternidad/maternidad, y éstos no incluyen solamente la manutención del pequeño en condiciones dignas y un clima doméstico favorable, sino -y podría decirse que sobe todo- también su educación. Y no se puede olvidar que la educación va dirigida al futuro, por lo que una parte vital de la misma es la preparación para que el chico o la chica puedan formar su propia familia. Su crecimiento en el seno de un sucedáneo no la favorece; más bien la dificulta. Y, como lo que se ofrece son modelos y ejemplos, no es lo mismo crecer, pongamos por ejemplo, en el seno de una familia donde el niño no conoce al padre porque “papá murió”, que en otro donde nunca ha habido padre. Entiende cosas distintas en uno u otro caso. Todo esto genera unos deberes de conducta, o, lo que es lo mismo, tiene incidencia moral. Se equivocaría quien viera la moral familiar básicamente como moral sexual conyugal. Siendo ésta importante, no lo es todo ni mucho menos, de forma que existen otros aspectos tan importantes como ése, y que, por supuesto, requieren conductas apropiadas. Uno de éstos puede resumirse de un modo sencillo: quien quiera vivir en familia, debe constituir una verdadera familia.
Con todo, conviene distinguir entre dos conductas que, aunque puedan tener parecidos exteriores, son distintas: la de quien busca “adoptar” -ya se verá a quién-, y la de quien se encuentra con un niño desvalido a quien la caridad postula abrir la puerta de su casa, y lo acaba criando como un hijo. Como en las familias propiamente dichas, no es lo mismo buscar una situación que encontrarla; o sea, no es lo mismo diseñar una familia monoparental que encontrarse con una sin pretenderlo, como puede ser el caso de cualquier viuda, a la que nadie exige que se case de nuevo para proporcionar padre a sus hijos. Hay que contar con un mundo contingente, donde, como afirma el dicho popular, a veces lo mejor está reñido con lo bueno. En este segundo caso, ¿se puede considerar apropiada la adopción, o hay que conformarse con una acogida, aunque sea permanente? Una respuesta demasiado concreta debería tener en cuenta el marco legal, pero se pueden dar algunos principios de solución. Parece conveniente, en estos casos, como primera medida, que no haya adopción hasta transcurrido un periodo de tiempo razonable y sensiblemente mayor que en el caso de una adopción por parte de una familia. En un segundo momento, y examinando el caso concreto, se puede concluir que es justo atribuir al chico los derechos de un hijo, y formalizar así una adopción. Desde el punto de vista legal, se podría exigir la valoración de un juez. Se atiende así a casos concretos que lo merecen, de forma que, a la vez, queda claro que estamos ante excepciones y no ante una regla general que convertiría de hecho la adopción en una posibilidad “a la carta” y debilitaría lo que por regla general y natural ha de ser considerado familia: una unión por vínculos de sangre.
Queda todavía por responder una última cuestión, que tiene que ver con la fe. Traer niños de ciertos países supone abrir para los mismos los tesoros de la fe, pues de otra manera quedarían sin bautizar. Es un motivo de orden sobrenatural nada despreciable, pero también aquí rige el principio de que la gracia y la naturaleza no se oponen. Esta motivación tiene un indudable peso, pero que refuerza toda la argumentación sobre el tema, no la invierte. Una mujer soltera no debe engañarse al respecto: si lo que verdaderamente busca es la propagación de la fe, el modo más fructífero de hacerlo es promover la adopción de estos niños por familias, en vez de adoptar ella. Fácilmente comprobará que los resultados lo avalan.