Afirma que su nombramiento de secretario de la Congregación para el Clero no le ha cambiado. Monseñor Celso Morga sigue disfrutando de la vida cotidiana: las conversaciones con amigos, la familia, el deporte y, cuando visita su tierra natal, los paseos por las viñas riojanas. Pero sí reconoce que ahora, desde su despacho en Roma, ve la Iglesia como algo más suyo y siente mayor responsabilidad hacia ella. No en vano, es el “número dos” del dicasterio vaticano que atiende los asuntos relacionados con la vida y ministerio de los 400.000 sacerdotes católicos presentes en todo el mundo.
¿Cómo ha transformado su vida el nombramiento de secretario de la Congregación para el Clero?
Llevo allí desde 1987 y el trabajo no ha variado mucho: en definitiva, se trata de la relación con sacerdotes. La ordenación en sí ya supone un gran cambio interior; un cargo de estas características aumenta tu consciencia de la misión a la que has sido llamado. Ahora siento la Iglesia como algo más mío y tengo una visión más responsable con respecto a ella. En la Congregación vivo en primera persona los problemas de la Iglesia porque contribuyo a resolver algunos de ellos junto con el cardenal. Antes, la decisión y la responsabilidad no eran mías, pero ahora sí tomo parte.
¿Le resulta difícil tener visión global desde allí?
Una de las cosas que me hacen sufrir es que llegan tantos casos, que me absorben por completo, no me queda tiempo para pensar en una estrategia general para abordar los problemas y buscar posibles soluciones. El trabajo es muy intenso.
¿Cuáles son los casos más frecuentes con los que se encuentran?
Uno de los más comunes es la supresión de parroquias en Occidente –todo lo contrario que en Asia, África y América Latina, donde se están creando comunidades–. Algunos fieles se lamentan y ponen recursos jurídicos, pues estas medidas les obligan a dejar su parroquia de toda la vida y a acudir a otra. También están los recursos que interponen sacerdotes trasladados sin su consentimiento. Otro caso típico es el de los clérigos que exponen al Santo Padre sus problemas económicos, familiares, de soledad… También atendemos a quienes han abandonado el sacerdocio y quieren volver, que cada vez son más.
¿Los asuntos especialmente difíciles están a la orden del día?
Generalmente, lo que atendemos son casos dolorosos o negativos –quejas de los fieles, abusos litúrgicos…–, pues es poco frecuente que escriban quienes están bien. Por ejemplo, uno de mis últimos casos es el de un sacerdote que leía el periódico en misa, en lugar de la Sagrada Escritura. En situaciones conflictivas como esta, se notifica al implicado que no puede continuar así; si persiste, puede terminar en suspensión o abandono del sacerdocio. En otras ocasiones, hay una buena respuesta por su parte y un reconocimiento del error.
Dada la extensión universal de la Iglesia, ¿varían los problemas en función de las áreas geográficas?
Sí. Hay que tener en cuenta que la Iglesia no sólo está muy presente en España o América Latina: está creciendo de modo extraordinario en el sudeste asiático, los países de la antigua URSS… En muchos de esos lugares, la gran dificultad es la subsistencia; algunos sacerdotes escriben para contarnos que no tienen ni para comer. En Occidente, por otra parte, el problema es el desánimo: se encuentran con una sociedad que parece no aceptarles, con una labor rutinaria… En otros lugares, como África, hay que poner el énfasis en formar adecuadamente al elevado número de personas que se están ordenando. En Europa llevamos siglos de tradición de cristianismo, pero en muchos sitios la Iglesia católica sólo lleva presente un par de siglos y es difícil hacer comprender a la gente qué es un sacerdote y transmitirles que no se trata de un oficio o una función.
Con respecto a la primera cuestión que menciona, la asignación de los recursos, ¿a qué retos se enfrentan?
En algunas zonas de Occidente, el principal problema es que hay menos fieles y sacerdotes, por lo que debemos desprendernos de propiedades que resulta muy costoso mantener: templos, seminarios demasiado grandes para las necesidades actuales, hospitales, obras educativas… En Estados Unidos, por ejemplo, bellísimas iglesias del siglo XVIII, construidas por emigrantes polacos o italianos para sus compatriotas, han caído en desuso porque las siguientes generaciones ya no están segregadas y se han integrado con el resto de la población. El derecho canónico dice que las iglesias se pueden desconsagrar e incluso vender para usos no indecorosos, como convertirlas en museos o conservatorios de música. Sin embargo, a veces nos encontramos con que el comprador acepta esa condición al principio, pero luego no la respeta y pone en marcha, por mencionar un caso, un restaurante. Desde la Congregación intentamos que, si hay una unión de parroquias, al menos el templo continúe abierto para su fin originario, el culto.
¿Y en las zonas más pobres?
Se plantea todo lo contrario. Como la Iglesia está en expansión allí, hace falta dinero para construir iglesias, hospitales, escuelas… Es una situación contrapuesta: ojalá pudiésemos llevar las construcciones que sobran en unas partes del mundo a otras donde hacen falta.
Ante estas necesidades que menciona, ¿la Iglesia debería preguntarse cómo obtener recursos “extra”?
Algunas diócesis han recibido de golpe muchos bienes –por ejemplo, la devolución de bienes expropiados por el comunismo en Europa del Este– y no han sabido administrarlos o han creado empresas civiles, como cadenas de televisión u operadoras telefónicas, para obtener beneficios. Este planteamiento resulta erróneo. Las finalidades del dinero en la Iglesia son muy concretas: el culto, la manutención de sacerdotes y las obras de caridad. Nuestra misión no es lucrarnos, sino anunciar el Evangelio.
Con referencia a la caridad, las peticiones de ayuda a la Iglesia se han incrementado con motivo de la crisis. ¿Esto la ha acercado más a la sociedad?
Los ciudadanos no lo ven como algo extraordinario porque las obras de caridad están en el seno de la Iglesia, como demuestra el hecho de que Cáritas está constituida en casi todas las parroquias y diócesis. Es cierto que en momentos de crisis se realiza una labor impresionante para atender muchas necesidades, pero no se puede pedir a la Iglesia que se constituya en Estado ni que se convierta en una institución caritativa o benéfica. Su misión es sobrenatural, como consecuencia de la salvación del pecado, que predicó Jesucristo. Si falta esa premisa, se queda en una mera filantropía, que es loable pero no cristiana.
Más allá de la coyuntura económica actual, ¿qué requiere de un sacerdote la sociedad del siglo XXI?
Tiene que mantener un equilibrio: ser muy sobrenatural y, a la vez, muy humano. Debe ser un hombre de Dios y un hombre entre los hombres. No se pueden formar sacerdotes demasiado espiritualistas o intimistas, que se encierren en el templo y hagan liturgias muy solemnes pero después no sepan convivir con los demás y transmitirles el mensaje de la salvación. Tampoco puede ocurrir que estén tan entremezclados con la gente, que se olviden de Dios. Quien quiera vivir el sacerdocio con autenticidad debe ser humilde para identificarse con la figura de Cristo. Para ello se cuenta con la referencia de tantos documentos del Magisterio de la Iglesia, que explican en qué consiste la identidad del sacerdote.
¿Y qué ofrece el sacerdocio a un joven de hoy?
La Iglesia no puede proporcionar riquezas, prestigio social ni una carrera de éxito. Por el contrario, invita a una vida entregada, de servicio, de amor. Es lo mismo que ofreció Jesús a los primeros discípulos: ser pescador de hombres, dejar las redes para seguirle.
¿Este argumento es suficiente para lograr más vocaciones, cuando estas se encuentran en crisis en Occidente?
En el corazón del hombre hay una profunda ansia de servicio a los demás, de hacer el bien. Jesús la elevó enormemente, de modo que ya no es pura filantropía o mero amor humano: se trata de algo sobrenatural, fuente de salvación eterna. Por eso el sacerdocio no quita nada y lo da todo, como dice el Papa Benedicto XVI. Responde a un deseo profundo de ayudar a los semejantes, pero con un sentido eterno. Un sacerdote bueno y santo es capaz de hacer de una parroquia una comunidad cristiana viva.
¿Cuál prevé que será la tendencia en el futuro?
No sabemos los planes de Dios. La clave es la oración. Por supuesto, también tienen mucho que ver la familia, las parroquias, los planes de pastoral vocacional… Todos hemos de movilizarnos.
¿La abolición del celibato haría que más gente sintiese la llamada?
Considero el celibato como uno de los carismas más bellos y más importantes de la Iglesia, al que esta debe en gran parte su extensión actual en el mundo. En prácticamente todo el globo hay una misión o parroquia católica. Esto es único entre las confesiones religiosas: no ocurre con los ortodoxos, musulmanes, luteranos… Esta dimensión universal se debe a que la Iglesia ha podido contar a lo largo de los siglos con muchos célibes para su tarea evangelizadora, que se han movido con libertad por todas partes de la Tierra. Con el matrimonio, esto no siempre es posible.
Sin embargo, algunos apuntan que el celibato es sólo una suerte de costumbre reciente en la historia de la Iglesia…
Los últimos estudios serios que se han hecho sobre este tema, como el del cardenal Stickler, han demostrado que no se trata de una norma medieval, sino que procede de los primerísimos tiempos de la Iglesia. También se encuentra en las iglesias ortodoxas, que, tras separarse de Roma y por motivos históricos y contingentes, no lo exigieron para los sacerdotes, pero sí para los obispos. La Iglesia percibe desde siempre una conexión muy profunda entre sacerdocio y celibato. Quien lo ve como una mera norma disciplinar o canónica no entiende lo que es.
¿Qué hay de la ordenación de mujeres, otra de las soluciones que habitualmente se proponen?
En los últimos tiempos, la Iglesia ha estudiado en profundidad este tema. Hay que recalcar que no se muestra contraria a nada ni a nadie, pero piensa –y así lo ha defendido Juan Pablo II– que la voluntad de Cristo es que sólo se ordenen hombres. Ahí está atada, como ocurre con otras cuestiones, como la indisolubilidad del matrimonio. Pero cabe recalcar que esto no tiene nada que ver con los derechos de los fieles. El sacerdocio es un modo de servir específico en la Iglesia: no da más dignidad cristiana.
Uno de los problemas de la disminución del número de sacerdotes es que muchos de ellos deben hacer un esfuerzo titánico para atender a todos los fieles. ¿Cómo lo valora?
Esto ocurre sobre todo en Occidente y, de manera acusada, en las diócesis rurales, con numerosos pueblos. Hay sacerdotes admirables: entrados en años, celebran varias misas en distintas parroquias. Para ellos no hay jubilación. Les veremos brillar en la Eternidad con una luz espléndida.
Entonces, ¿ejercer el sacerdocio en la actualidad requiere más valentía que en etapas anteriores?
Sí y no. Nunca ha sido una tarea fácil, pero tienes que seguir porque una voz dentro de ti te impulsa a hacerlo. Con todo, la vocación sacerdotal no comporta una dificultad mayor que para un hombre casado ser fiel a su mujer, sacar adelante a su familia, educar a sus hijos, enfrentarse a las dificultades cotidianas… Cada uno lleva a cabo su propio plan.
En ese sentido, ¿cómo les afecta la crisis de valores? ¿Les cuesta cada vez más conectar con una sociedad que vive de espaldas al mensaje de Cristo?
Muchos sacerdotes tienen la sensación de que sus palabras no llegan a la gente. Nuestra sociedad es más compleja que la anterior, y se añade la dificultad de que no es muy permeable al mensaje del Evangelio. Algunos muestran indiferencia porque creen que no les aporta nada nuevo, por no hablar de los que la atacan directamente. Pero no hay que olvidar que cada época ha tenido sus dificultades, que a nosotros se nos escapan. Y algunas de ellas han estado presentes siempre en toda la historia de la Iglesia.
¿Se refiere, por ejemplo, a las persecuciones que vivieron los primeros cristianos y aún se producen en algunas partes del mundo?
La situación en algunos países es verdaderamente dura, sobre todo en aquellos de mayoría musulmana como Irak, Pakistán o Turquía. En la Congregación tuvimos el caso de un sacerdote que pidió al obispo de su diócesis que le trasladase, pues decía que tenía miedo en esa tierra y no poseía vocación de mártir. El obispo le contestó que no podía dejarle marchar, pues había otros muchos en su misma situación y no podían abandonar a los fieles. Esto nos indica la presión y la angustia con la que viven allí los católicos y que afecta especialmente a los sacerdotes.
¿En los países de mayoría cristiana es todo más fácil?
No siempre. En algunos lugares de América Latina hay sacerdotes que plantan cara a injusticias manifiestas o a casos de corrupción galopante. Entonces, su misión se vuelve particularmente arriesgada. En Colombia y Brasil muchos están amenazados de muerte y algunos son asesinados. Desde la Congregación tratamos de ayudarles a través de sus obispos con una cercanía moral y espiritual, sobre todo a través de cartas y de nuestra web.
¿Los seminarios enseñan a enfrentarse a este mundo globalizado y multicultural?
Pienso que se insiste bastante en la educación intelectual, orientada a obtener doctorados, por ejemplo. Está muy bien, pero habría que poner más énfasis en el aspecto espiritual para formar pastores a la altura del corazón de Cristo, así como en lo humano: forma de comportarse entre los hombres, delicadeza en el trato, laboriosidad, sinceridad, modo de vestir y de presentarse… Muchos centros, como el Colegio Mayor Bidasoa, en Pamplona, se encaminan en esta dirección de preparar a las personas para que se puedan adentrarse en un mundo cada vez más complejo.
¿Es esta la principal preocupación del Papa en torno al sacerdocio?
Al Papa le importa que el sacerdote descubra su identidad, que sepa muy bien quién es y cuál es su papel en la Iglesia. Para ello, es necesario que la formación sea de calidad y personalizada: atender a cada uno de los llamados como si fuese el único. Otra de sus inquietudes es que no nos fijemos en la cantidad de ordenaciones, sino en que quienes lo hacen estén bien escogidos y motivados para su labor. En ese sentido, apostamos por la prudencia para evitar que se ordenen personas inadecuadas. Ante la duda, es mejor rechazar al candidato.
¿En los países del Tercer Mundo inquieta más este tema de la formación?
En muchas de estas naciones hay que explicar bien qué es un sacerdote, pues en ocasiones se meten en política porque se mueven en ambientes desfavorecidos y creen que es el mejor modo de hacer el bien y cambiar la estructura social. Hay que transmitirles que pueden hacer una labor social espléndida, pero manteniéndose fieles a su condición y su identidad; si se pierde esto, se convierten en un líder más. Se corre el peligro de rebajar nuestra misión sobrenatural a algo puramente humano.
¿Puede mencionar algún ejemplo?
En América Latina, por el influjo de la Teología de la Liberación, a algunos sacerdotes les parecía que la Iglesia debía ir en esa línea de acción directa a través de partidos o sindicatos para mejorar las condiciones de los fieles. Esto es muy loable, pero para los laicos; el sacerdote debe lograr la promoción social de la gente desde su misión evangélica. Se nos planteó el caso de una persona que se convirtió en un importante líder sindical de cafeteros y le pedimos que eligiera entre eso y el sacerdocio. Reflexionó y apostó por lo segundo. Entendió que debe ser para todos: no puede ponerse en un bando, por bueno que le parezca.
¿La cuestión de los abusos a menores por parte de sacerdotes es otro problema de formación?
Este tema ha sido un tsunami para la Iglesia y ha hecho sufrir enormemente al Santo Padre. Por eso, en los últimos tiempos se han hecho grandes avances para atajarlos. Ahora, cuando un obispo tiene conocimiento de algún caso, aunque no sea probado, pone en marcha inmediatamente una investigación para esclarecerlo. Después, lo analiza la Congregación para la Doctrina de la Fe, que dictamina si es cierto y decide si expulsa del estado clerical al culpable.
¿La Congregación del Clero tiene alguna competencia sobre esto?
Nosotros insistimos en que ninguna noticia de abuso debe quedar sin investigación, en que no se debe ocultar y que el traslado del sacerdote a otra parroquia no es la solución. Hay que suspenderle del ministerio mientras se le investiga, y expulsarle si ha habido abusos. Pero no podemos caer en la falta de misericordia o en la justicia sin piedad; en algunas ocasiones, las sospechas sólo respondían a calumnias lanzadas para conseguir indemnizaciones. No hay que perder la serenidad, sino indagar siempre con justicia, intentando aclarar la verdad, y medir bien la pena que se impone.
¿Se preguntan cómo ha podido ocurrir esto en el seno de la Iglesia?
No se trata de algo generalizado: con respecto al total de sacerdotes, los curas pedófilos suponen un número bajísimo. Aunque, desde luego, con un solo caso que se hubiera dado, estaríamos ya ante un drama. También hay que señalar que no es un problema exclusivo de la Iglesia y que responde a una situación general de pansexualismo, que se refleja en el auge del turismo sexual o en el apoyo a la pederastia por parte de algunos partidos, por ejemplo. Vivimos en un desequilibrio: la sociedad permisiva que invita a buscar todos los placeres posibles sin sentido de responsabilidad es a la vez muy puritana y justiciera: condena sin posibilidad de apelación ni misericordia.
El Papa se ha reunido en numerosas ocasiones con asociaciones de víctimas. ¿Qué lugar tienen estas en el seno de la Iglesia?
El Papa llora por ellas, las tiene en su corazón y las considera prioritarias: insiste en que hay que recuperarlas porque el trauma que han sufrido es enorme y deja marca para toda la vida. En sus visitas se ha acercado a ellas todo lo posible.
Fuente: revista Nuestro Tiempo, Pamplona, diciembre de 2011